Un fiscal general vistiendo la toga en el banquillo es indigno

Serán los siete magistrados del Tribunal Supremo los que dictaminen si Álvaro García Ortiz es culpable de revelación de secretos; un delito gravísimo para un fiscal general del Estado.
Pero sea cual sea la sentencia, el daño a las instituciones del Estado ya está hecho. Antes de tomar cualquier decisión, cualquier persona debería preguntarse si esa acción cumple tres requisitos: ¿Es legal, moralmente aceptable y publicable? Y, en este caso, si la Justicia determina que no ha habido ilegalidad en su actuación, queda claro que lo que hizo es inaceptable éticamente y que no resiste el escrutinio público.
Pero esos tres criterios parece que le importan muy poco a Pedro Sánchez y a buena parte de sus colaboradores en el Gobierno, el partido y las instituciones. Desde que llegara a La Moncloa en 2018, el presidente ha ido colonizando todo lo que necesitaba para mantenerse en el poder, incumpliendo sus promesas y utilizando de forma torticera las leyes e incluso a los funcionarios públicos. Lo que un día era inconstitucional, al siguiente era plenamente legal; los socios con los que nunca gobernaría, se convertían en las muletas que le ayudaban a permanecer en pie; y, lo que es peor, los poderes públicos se sometían sin pudor a sus exigencias, mientras despreciaba al Congreso y al Senado.
Por eso, no debería extrañarnos que el fiscal general del Estado acudiera ayer al banquillo de los acusados vestido con su toga, que le entregaron para cumplir sus obligaciones constitucionales "en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante estos la satisfacción del interés social". García Ortiz muestra su indignidad, no solo por no haber dimitido de su cargo al ser imputado primero y procesado después, sino por aparecer en el estrado con el ropaje que le da una autoridad que ya no merece.
Ahí estaba, junto a una fiscal que le debe obediencia y una abogada del Estado que se la debe al Gobierno, declarándose inocente de los cargos de los que se le acusa. Unos ayudantes que iniciaron su exposición denunciando que el juez instructor había realizado una investigación "inquisitiva e invasiva" contra su defendido. El Tribunal, por supuesto, hizo caso omiso del intento de desprestigiar al instructor. Hablar de actuaciones "prospectivas" de un magistrado, Ángel Hurtado, hacia un procesado que lo primero que hizo fue destruir las pruebas de su presunto delito, borrando todos sus correos electrónicos y mensajes de Whatsapp no resulta demasiado creíble. Pero volvemos a la esencia del sanchismo: todo vale para permanecer en el poder.
Nos esperan doce días de interrogatorios a un total de 40 testigos, que deberán corroborar si los indicios de delito que denunció el instructor se convierten en pruebas suficientes para condenar al fiscal general. Lo que no ofrece duda alguna es que desde la Fiscalía se envió a Ferraz, a La Moncloa y varios periodistas una información confidencial de un investigado por presunto delito fiscal, Alberto González Amador, casualmente la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, azote político de Pedro Sánchez. La trazabilidad de la operación está más que probada, aunque no quién apretó la tecla de "enviar".
Las urgencias para que García Ortiz recibiera el documento posteriormente filtrado quedaron ayer patentes en las primeras declaraciones de diversos miembros de la Fiscalía, aunque se produjeron contradicciones importantes entre unos y otros. Alguien miente. Aunque los mensajes de texto recogidos antes de su borrado muestran el máximo interés del fiscal general en tener la carta para "ganar el relato". No se trataba de la "defensa de los ciudadanos y de la legalidad", como dice la Constitución, sino del ataque a la presidenta de la Comunidad de Madrid.
El inicio del juicio oral ha coincidido con otras dos noticias de indudable relevancia política y judicial: la dimisión del presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón, y la entrega a los tribunales de un informe de la UCO que implica en el caso Koldo al actual ministro de Administración Territorial y anterior presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres. Mientras que los políticos y periodistas socialistas llevan meses insistiendo en que Mazón debería haberse ido hace tiempo (con razón), los mismos siguen defendiendo que García Ortiz no dimita (el primer fiscal general de todos los países de la UE procesado) y que Torres es inocente mientras no se demuestra lo contrario. Eso sin contar el apoyo al candidato socialista extremeño, Miguel Ángel Gallardo, procesado por malversación en el caso del hermano de Pedro Sánchez. ¡Qué diferentes varas de medir!
Y, en el colmo de la inoportunidad y la desvergüenza, el ministro de los tres poderes, Félix Bolaños (uno de los que defendieron la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía hasta que necesitaron los siete votos del prófugo Carles Puigdemont y luego aplaudieron vehemente su aprobación), anunció la semana pasada la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para que sean los fiscales los que instruyan los procedimientos penales en España. Aunque es imposible que reciba los apoyos parlamentarios para su aprobación, la osadía de Bolaños no tiene límites. Entregaría la justicia penal a los fiscales que deben obediencia al que ayer se sentaba en el banquillo de los acusados por un grave delito. Como dijo en su día el Conde de Romanones, "joder, qué tropa".
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