Joyas con historia II: El Regente, el diamante indio que fue de Napoleón y Eugenia de Montijo
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A la orilla derecha del río Krishna, en la región india de Andhra Pradesh, se encuentra la mina Kollur en la que una vez, en su época de mayor esplendor, llegaron a trabajar más de 60.000 personas (incluidos niños). Y no solo sudor y trabajo salieron de sus grutas sino también algunos de los diamantes más importantes y famosos del mundo que, obviamente, no acabaron en las manos de los que se los encontraron. Muchos dieron unas cuantas vueltas entre reyes, emperadores y contextos sociopolíticos de todo tipo dejando tras de sí algún que otro reguero de sangre.
Uno de ellos fue el famoso Regente, uno de los más grandes y puros del planeta -140 quilates- encontrado por un esclavo de la mina en el año 1698, una época en la que en la India dominaba el imperio Mogol. En aquel entonces todo lo que se encontraba de gran valor debía ser llevado ante el emperador, pero este esclavo decidió que eso no sería así esta vez así que consiguió escaparse con la piedra preciosa y llegar hasta Madrás donde su idea era venderlo, hacerse rico y dedicarse a otras cosas.
Pero lo que ocurre con los productos de gran riqueza es que suelen ser muy codiciados. En cuanto el capitán inglés -ya estaba por allí la Compañía Británica de las Indias Orientales- del barco que le iba a llevar a Madrás se enteró de que el esclavo le quería pagar el billete con parte de las ventas del diamante no dudó en asesinarle y quedarse con la gema. Este capitán sí tuvo más suerte y consiguió vendérsela al marchante indio Jamchland, quien a su vez se la colocaría por 20.400 libras esterlinas al comerciante Thomas Pitt en 1702. Empezaría así el periplo que llevaría al diamante hasta Europa.
Primero a Inglaterra, a donde lo trasladó Robert Pitt, hijo de Thomas. Todavía había que tallarlo y lo llevó al taller del orfebre Harris. Cuando se lo dio era una piedra de 426 quilates. Después de dos años de trabajo (1704-1706) con un coste de 5.000 libras, Harris extrajo un enorme diamante de 140 quilates y otros más pequeños. Para Thomas Pitt, que ya había regresado a Londres aquello iba a ser el negocio de su vida.
Pero no fue tan sencillo. Los más pequeños consiguió vendérselos a Pedro I el Grande de Rusia; sin embargo, el más voluminoso era prácticamente imposible. Nadie quería comprarlo porque era demasiado caro. Hasta Luis XIV de Francia lo rechazó. Finalmente, en 1717 consiguió que lo adquiera la corte francesa porque estaban en pleno apogeo de fiesta, diversión y gasto extraordinario. La vida era pasarlo bien y no importaba nada.
Fue Felipe II de Orleans, entonces regente del rey Luis XV y que había trasladado a toda la corte al Palais Royal de París, en pleno centro y enfrente del Louvre (es el famoso edificio de las columnas que aparecen en la película Charada), quien se lo compró a Pitt por 135.000 libras esterlinas (unos 25 millones de euros de hoy en día). La vida era todo el día una fiesta de carnaval, ¿cómo no iba a haber lugar para tamaña piedra preciosa?
En 1722, con la coronación de Luis XV, fue engastado en la corona real y entraría a formar parte del Tesoro Real con el nombre de El Regente. Así permanecería hasta su lucimiento también por parte de Luis XVI y de María Antonieta a partir de 1775. París para los reyes seguía siendo una fiesta en la que caminaban por los jardines reales con las mejores joyas del mundo.
El robo y la RevoluciónPosiblemente aquello iba a saltar en algún momento y en 1789 estalló la Revolución. Los reyes hicieron las maletas y se trasladaron al Palacio de las Tullerías -hoy no queda nada, solo el arco de la entrada y los jardines con dos antiguas estancias que hoy son el Museo de la Orangerie y la Galería Nacional del Juego de Palma- mientras que las joyas reales fueron protegidas en el Guardamuebles -el Palacio de la Marina, que hoy es un museo- para que no fueran confiscadas.
Pero eran tiempos muy convulsos en París. Solo enfrente de allí, en la Plaza de la Concordia (entonces la Plaza de la Revolución), se decapitaría a los reyes. Un año antes de aquello, una noche de septiembre de 1792, varios ladrones entraron en el Guardamuebles y se llevaron parte del Tesoro Real, incluido el Regente. Consiguieron un buen botín, sin embargo, les pasó lo mismo que a Thomas Pitt: no pudieron venderlo y lo acabaron escondiendo detrás de una viga en una buhardilla de una vivienda del centro parisino. Allí lo encontrarían en 1793 los miembros de la guardia real que estaban buscando el tesoro.
El diamante se usaría entonces para pagar gastos bélicos. El Estado francés estaba exangüe - las revoluciones nunca son baratas- por lo que la piedra acabó en manos de bancos holandeses, franceses y alemanes… Hasta que en 1800 refulgió una figura política que pretendía brillar tanto como este diamante que tiene la máxima calificación dentro de los diamantes blancos y con apenas un ligero tono azulado. Esa persona era el cónsul Napoleón Bonaparte.
Acababa de ganar en Italia y ya se erigía como una figura importante (y con mucho dinero). Tanto que le depositó tres millones de libras al banquero francés Ignace Joseph Vanlerberghe para comprarle el diamante que este tenía después de haber sufragado varios gastos del ejército. Así fue como llegó la piedra a Napoleón y se convirtió en su talismán y el símbolo de su poder y su gloria. En 1804 cuando se coronó a sí mismo emperador ya lo llevaba incrustado en su espada que había hecho tallar en 1802. El Regente, que había estado en tantas cabezas de reyes, estaba ahora en la mano del tipo que llegaba tras la Revolución. Nunca la decapitación de aquellas cabezas pareció tan irrisoria.
El Regente se puede ver en numerosos cuadros en los que fue pintado el emperador. Y con algunas idas y venidas, tal y como fue su gobierno, lo mantuvo casi siempre a su lado. Hasta 1815, año en el que volverían los Borbones con Luis XVIII, quien volvió a lucirlo en la Corona, como sus sucesores, su hermano Carlos X, Luis Felipe de Orleans y Carlos Luis Napoléon Bonaparte (Napoleón III), quien llegó al poder en 1848 (primero ganando las elecciones) y que en 1852 sería proclamado emperador y su mujer, la española Eugenia de Montijo, emperatriz. Sería la época conocida como Segundo Imperio.
Otro tiempo de lujos, joyas y derroches en el que el Regente volvió a lucirse
Otro tiempo de lujos, joyas y derroches en el que el Regente volvió a lucirse con alegría como hizo Eugenia al insertarlo en una tiara de origen griego. Fue la única mujer que la llevó junto a Maria Antonieta. Las dos no acabaron igual, aunque a ambas sí se les terminó el sistema de la monarquía.
En 1870 la guerra franco-prusiana culminó con la derrota de Francia y eso fue también el fin de Napoleón III. Para que no les ocurriera lo mismo que a sus predecesores, los emperadores se marcharon del país para no volver nunca más. El ya ex emperador moriría poco tiempo después en Inglaterra y la emperatriz terminaría sus años en pleno luto (por su marido y su hijo) en el Palacio de Liria de Madrid cuarenta años después. Ya sin modas y sin las joyas que tanto había lucido en París.
El gran diamante se quedó en Francia y con la República ya nunca más estuvo en la cabeza ni en la espada de nadie. Se exhibió para todos los ciudadanos por primera vez en la Expo Universal de 1878 y después en el Louvre en 1884. Pese a que las joyas de la corona se subastaron para financiar las arcas del erario público -aunque tampoco se sacó mucho por ellas: no estaba el ambiente para comprar aquello-, el diamante se lo quedó el Estado francés que se dedicó a protegerlo desde entonces.
Uno de los momentos más peligrosos fue cuando llegaron los nazis en 1940 y el Gobierno tuvo que salvaguardar las obras maestras y joyas del Estado. El Regente fue enviado a Villa Chambord, a orillas del Loira -casualmente volvía a estar cerca de un río, de donde salió por primera vez- donde permaneció durante la II Guerra Mundial.
Después regresó al lugar que sigue siendo hoy su residencia habitual: la sala 705, la galería de Apolo, del Louvre. Allí se encuentra acompañado de las grandes joyas de los Borbones franceses. Destaca como solo puede hacerlo una piedra de 140 quilates, pero es posible entender que alguien matara por aquello. Es más, que se llevara por delante a todo un sistema político con cabezas rodando a los pies de los que no tenían nada de aquello.
El Confidencial