Vallcarca, la enésima ocupación maldita de los alcaldes de Barcelona

En el pleno municipal celebrado (o disputado) el pasado 25 de julio, Barcelona en Comú cumplió la amenaza de condicionar su apoyo a las políticas del gobierno de Jaume Collboni a lo que suceda en Vallcarca con las fincas ocupadas que están destinadas al derribo para dar cumplimiento a un plan urbanístico pendiente desde principio de siglo. El partido que ahora lidera Janet Sanz se abstuvo en la mayoría de votaciones siempre bajo el pretexto de que “no se puede apoyar a quien quiere echar a menores de sus casas”, en referencia a los niños que residen en esas viviendas. No es para nada nuevo que la ocupación marque la agenda política del Ayuntamiento.
Lo saben bien los últimos seis alcaldes de la ciudad, que, de un modo u otro, con mayor o menor intensidad, con más o menos incidencia en su mandato, tuvieron que hacer frente a sonadas ocupaciones que pusieron sobre la mesa temas tan contemporáneos como el acceso a la vivienda, el encaje de los jóvenes en la sociedad o la falta de equipamientos culturales y de ocio. Le sucede ahora a Collboni con Vallcarca, pero Maragall tuvo el Cine Princesa, Clos lidió con la Kasa de la Muntanya, Hereu hizo frente a la Makabra, Trias sufrió de lo lindo con Can Vies y Colau tuvo que asumir la resolución del Bank Expropiat.

Fue en diciembre de 1984 cuando la capital catalana saludó por primera vez al movimiento ocupa. Sucedió, cómo no, en Gràcia, en el número 41 de Torrent de l'Olla, cuando un grupo de jóvenes, bajo el nombre de Colectivo Squat de Barcelona, hizo fugazmente suya esta finca. A las pocas horas fueron expulsados y muchos de ellos pasaron dos días en el calabozo. Era la semilla de algo mucho más simbólico y que tardaría casi 12 años en producirse. El 10 de marzo de 1996, 40 chavales se colaron en el cine Princesa, en Via Laietana, para denunciar “la imposibilidad de pagar alquileres” y “la falta de espacios públicos y de vivienda para los jóvenes”. En julio recibieron la orden de un desalojo que despertó a toda la ciudad el 28 de octubre de ese mismo año. Tan solo una semana antes se había celebrado un concierto en el que intervinieron artistas como Quico Pi de la Serra, Manu Chao o Pepe Rubianes, y al que habían dado su apoyo personas como Manuel Vázquez Montalbán o Luís Llach. En aquella intervención policial, de madrugada, se registraron 14 heridos leves, entre agentes y manifestantes, y 48 personas fueron detenidas. Entre los abogados defensores, por cierto, estaba un jovencísimo Jaume Asens. En aquella Barcelona que se relamía las heridas posteriores a los Juegos del 92, Maragall optó por esquivar la polémica. El Ayuntamiento despachó el asunto un día y medio después con un comunicado en el que lamentaba los hechos. Así rezaba la crónica de La Vanguardia del 30 de octubre de 1996: “La tardanza del Ayuntamiento en el respaldo de la operación, así como la tibieza y ambigüedad del comunicado, de nueve líneas, causó sorpresa en fuentes próximas a la delegación del Gobierno y altos mandos policiales”.

Al alcalde Clos le tocó lidiar con la etapa de consolidación del movimiento, que fue de la mano de otras expresiones contestatarias, como en 'no a la guerra', la oposición al servicio militar o las protestas contra la celebración del Fòrum de les Cultures del 2004. Se había ocupado muchos años antes, en 1989, pero la Kasa de la Muntanya, en Gràcia, se convirtió en la nave nodriza de los okupas de Barcelona. Todavía hoy sigue ocupada. En julio de 2001, la Urbana desalojo una casa sita junto a esta mansión construida a principios del siglo XX. Aquello terminó en batalla campal en el barrio de la Salut, con barricadas y coches volcados en la Travessera de Dalt, además de 17 detenidos. Solo en los seis primeros meses de aquel año se actuó en 30 de los 90 edificios ocupados en la ciudad. A principios de 2006, la Urbana trabajaba con una lista de 90 fincas en las que se habían instalado personas ajenas a la propiedad. Solo ese año, la policía intervino en cerca de 125 operativos. Pero si han oído los cánticos del movimiento, les sonará el de un desalojo, una okupación. En esos años se empezó a producir un fenómeno que hizo que el movimiento okupa perdiera fuerza: si en 1996 hubo mucha empatía vecinal con los chavales del Princesa, entrado el siglo XX la cosa mudó, con excepciones, a quejas de los residentes cercanos por el jaleo, la suciedad y las fiestas. También ayudó la mayor contundencia policial, incluido el concurso de los Mossos, que se emplearon de lo lindo durante el mandato del conseller de Interior Felip Puig (2010-2012).

Jordi Hereu dijo en enero de 2007 que el movimiento okupa en Barcelona estaba prácticamente extinguido. “Es bastante irrelevante”, aseveró. Pocas semanas antes, el 20 de noviembre de 2006, el alcalde había tenido que hacer frente al desalojo de la fábrica en la que operaba el colectivo la Makabra, dedicado a todo tipo de artes escénicas. Operaban en una nave sita en Sancho de Ávila, entre las calles de Tànger y Ávila. Con el albor del nuevo año, los jóvenes se presentaron en un acto del alcalde. Se desnudaron a modo de metáfora, pues consideraban que la decisión de echarles dejaba en paños menores la cultura. Durante seis años, este colectivo cultural había conseguido atraer a Barcelona a artistas de la escena underground de Europa y Latinoamérica. Hasta que, por orden del juzgado de instrucción número 2 de Barcelona, se procedió a su desalojo de la nave de Poblenou que ocupaban. “Derriban los ladrillos de la Makabra, pero su gente sigue en pie para continuar”. Aquello no hizo más que desplazar el problema, pues a los pocos días, con ánimo de resucitar y mantener vivo el movimiento, se ocupó el recinto de Can Ricart, en la calle de Bilbao, a un suspiro de la Diagonal. Es una constante desde los tiempos de Maragall: la caída de una casa okupada por la vía policial alimenta la entrada en otro inmueble. El 13 de diciembre, 11 días de la entrada furtiva, la policía devolvía las llaves de la fábrica al dueño. Fue un desalojo “lento y pacífico, sin resistencia”, escribía en La Vanguardia el sinpar Lluís Sierra.

Can Vies, en la calle Jocs Florals, junto a la plaza de Sants, se ocupó tras una manifestación vecinal en 1997, un año después de los que hechos del Cine Princesa. El 26 de mayo de 2014, una treintena de furgonetas y un helicóptero de los Mossos se hicieron carne en el barrio para desalojar la finca, afectada por la cobertura de las vías del tren. Lo que siguió, durante varias noches, fue un auténtico Saigón. Quizás se acuerden de la excavadora en llamas o de la furgoneta de TV3 calzinada. O de las barricadas de contenedores ardiendo en Creu Coberta. Aquello le estalló en las manos al alcalde Xavier Trias. Pero el principal damnificado fue Jordi Martí, entonces concejal de Sants-Montjuïc y en la actualidad líder de Junts per Barcelona. Siempre ha flotado en el ambiente, aunque no hay político que lo confirme públicamente, que la policía catalana no midió los efectos de aquella intervención. No solo por lo que sucedió después. También porque tres años antes había empezado a cobrar vida Can Batlló, otrora fábrica ahora convertida en contenedor de equipamientos públicos. Can Vies vivía un cierto ocaso en favor de este nuevo enclave social. No se tuvo en cuenta, y del pacífico ocaso se pasó a las capuchas, la ropa negra y las piedras. Así hasta hoy, porque ni entonces ni ahora se ha hecho nunca más nada para que el Ayuntamiento recupere lo que es suyo. Una bestia durmiente. ¿Hasta cuándo?

La llegada de Barcelona en Comú a la alcaldía supuso un giro de 180 grados en la gestión del movimiento okupa. Se pasó del enfrentamiento al intento de diálogo y la mediación. “Barcelona, ciudad okupa friendly”, titulaba La Vanguardia en abril de 2016. “Ahora el desalojo exprés y la denuncia no son movimientos reflejos del Consistorio. Ahora la okupación de inmuebles públicos sin uso se ve como la oportunidad de aprovechar un espacio desaprovechado” escribía el compañero Luis Benvenuty. Todo más o menos bien, con la oposición acusando al gobierno municipal de no apoyar a los Mossos y a la Urbana y de ser demasiado dócil con el movimiento, incluso cómplice, pues se llegó a permitir obras en fincas públicas asaltadas. En mayo de 2016, BComú tuvo que hacer frente al incómodo desalojo del Bank Expropiat, junto al mercado de la Abaceria, en Gràcia, okupado desde octubre del 2011 y convertido en un centro social del barrio. A la acción policial le siguieron tres noches de disturbios, con contenedores y coches en llamas. La alcaldesa Colau denunció la violencia, pero también puso en entredicho la actuación de los Mossos; munición que la oposición -y también el entonces ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz- usaron en su contra. Todo aquello también salpicó a Trias, pues salió a la luz el detalle que durante su mandato, el Ayuntamient pagó durante un año el alquiler del local para evitar el desalojo y el consecuente jaleo.

El mandato de Jaume Collboni empezó con el desalojo del Kubo y la Ruina en la plaza de Bonanova, pero aquello, a pesar de que la ultraderecha mojó volquetes de pan, quedó en poca cosa. Hay otro tema más candente. El Ayuntamiento tiene en Vallcarca dos planes urbanísticos atascados. El primero, del año 2002, rige el derribo de edificios en la avenida homónima para poder alumbrar un gran eje verde. De ahí bebe el adiós de la Casita Blanca, a nada de Lesseps, en tiempos de Xavier Trias. El segundo, más reciente, del 2019, comprende un gran parque y la construcción de más de 500 pisos, de los que más de 200 serán de alquiler asequible. El pasado mes de mayo ya se produjo el desalojo de barracas en un solar del barrio. Ahora faltan por salvar el escollo de tres fincas: los números 83 y 87 de la avenida Vallcarca y el 3 de la calle Farigola, todos ellos de propiedad municipal y afectados por la rambla verde proyectada en 2002. El pasado 2 de julio era la fecha prevista para proceder al desahucio de las dos primeras, pero quedó aplazado, como mínimo hasta después de verano. El Ayuntamiento inició en marzo los trámites para recuperar la propiedad, calificando los pisos como “infravivienda”. La resistencia crece en el barrio, arropada por los concejales de Barcelona en Comú, que ya han asumido el asunto como un tema personal. Cada alcalde tiene su okupación maldita. Collboni tiene Vallcarca.
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