Portugal en llamas, otra vez: la herida abierta de Pedrógão

En julio de 2025, Portugal vuelve a arder. Los titulares son familiares, las imágenes casi se repiten de memoria: valles cubiertos de humo, pueblos rodeados de llamas, bomberos exhaustos, declaraciones institucionales cargadas de urgencia y emoción. El incendio en Ponte da Barca, activo durante varios días, se ha convertido en el más prolongado de la temporada, ya ha consumido miles de hectáreas de bosque y sigue requiriendo recursos aéreos y terrestres en una lucha que dura días. El presidente de la República, en declaraciones a RTP3, destacó la dificultad de combatir el incendio y las malas condiciones meteorológicas. El primer ministro y el ministro del Interior se desplazaron a la sede de Protección Civil para supervisar la situación "crítica". El tono institucional es familiar: hay "reinicios constantes", "zonas de difícil acceso", "vientos impredecibles" y "un compromiso inmenso de los bomberos". Todo esto es cierto, pero también insuficiente.
Portugal arde cada verano. Desde que tengo memoria, no recuerdo un solo año en el que el país no haya sufrido episodios de incendios graves. Se ha convertido en un ritual, casi en un destino. Pero la repetición no normaliza el problema: lo expone. Lo que antes podría atribuirse a factores excepcionales ahora representa un fracaso estructural de la política forestal, la gestión del territorio y la voluntad política para romper el ciclo. Con cada verano que pasa sin cambios, recordamos Pedrógão Grande. Y cada vez que lo hacemos, es porque la herida permanece abierta.
La tragedia de Pedrógão Grande en junio de 2017 debería haber sido un punto de inflexión. El incendio mató a 66 personas, hirió a más de 250 y destruyó aproximadamente 53.000 hectáreas de bosques y tierras agrícolas. Fue el incendio más mortífero jamás registrado en Portugal. Un desastre sin precedentes que sacudió la conciencia colectiva del país. La investigación reveló graves deficiencias: falta de evacuación oportuna, falta de coordinación entre entidades, comunicación ineficaz, ausencia de franjas de contención y un territorio abandonado cubierto de vegetación densa e inflamable. No fue solo el calor el culpable. Fue la política, la falta de prevención y la forma en que el estado abandonó las zonas rurales durante décadas. Se juró que este sería el último desastre de este tipo. Pero no lo fue. Cuatro meses después, en octubre de 2017, nuevos incendios, esta vez centrados en la región Central, especialmente en Oliveira do Hospital y Santa Comba Dão, causaron más de 50 muertes. La promesa de “nunca más” duró menos de medio año.
Desde entonces, se han adoptado algunas medidas específicas: reformas legislativas, reorganización de la Autoridad Nacional de Emergencias y Protección Civil, programas de desmonte e incentivos para la gestión forestal. Sin embargo, lo esencial sigue sin resolverse. Portugal sigue considerando los incendios como un problema que debe combatirse, no prevenirse. Sigue viéndolos como un fenómeno natural impredecible, en lugar de como una consecuencia predecible del modelo de uso del suelo, el monocultivo, la falta de planificación y la desertificación antropogénica.
Los datos disponibles no dejan lugar a dudas. Entre 1980 y 2020, Portugal fue el único país del sur de Europa donde la superficie quemada aumentó significativamente. Mientras que España, Italia y Grecia lograron reducir a más de la mitad el promedio de hectáreas quemadas por cada 100.000 hectáreas de terreno, Portugal vio este número crecer un 65%. En la década de 1980, se quemaron un promedio de 865 hectáreas por cada 100.000 hectáreas de terreno. Entre 2001 y 2010, la cifra ascendió a 1.737. En la última década, aunque con un ligero descenso, se mantuvo en 1.427, más del doble de la cifra registrada en Italia, España y Grecia durante el mismo período.
Este comportamiento no se puede explicar por el clima. Todos estos países se enfrentan a altas temperaturas, sequías prolongadas, vientos y fenómenos extremos. La diferencia radica en las políticas públicas, la gestión forestal, la capacidad de anticipación y la ocupación humana del territorio. Portugal destaca negativamente porque falla donde otros han aprendido a corregir.
Ante este panorama, surge una pregunta incómoda pero inevitable: ¿quién es responsable de este fracaso continuo? Y, aún más delicado, ¿quién se beneficia de la recurrencia del problema?
La responsabilidad es múltiple y difusa. Comienza con sucesivos gobiernos de diversas tendencias políticas, que han descuidado el interior y no han implementado una política forestal coherente, sostenible y financieramente sólida. También involucra a las autoridades locales que no implementan medidas de planificación ni supervisan las zonas de gestión de combustibles. También involucra a la estructura de extinción de incendios, que a menudo se planifica de forma reactiva, con adquisiciones de emergencia, compras apresuradas y contratos de activos aéreos que generan enormes ganancias para unos pocos y escasa supervisión pública. Existe, y debe decirse claramente, una economía que gira en torno al fuego.
Los incendios movilizan millones de euros cada año para logística, equipamiento, combustible, alojamiento, recursos aéreos, contratos de emergencia y apoyo extraordinario. Algunas empresas se ganan la vida con ello. Hay ayuntamientos que dependen de esta financiación para la construcción y el mantenimiento. Hay contratos que solo existen porque hay incendios. Y hay un país que parece resignado a vivir así. La indignación dura mientras las noticias están en antena. Luego vuelve el silencio, hasta el próximo verano.
Pero no tiene por qué ser así. La solución no es simplemente intensificar la lucha, por heroica y necesaria que sea. Es la prevención. Y la prevención implica cambiar el modelo de gestión del territorio. Portugal necesita un plan nacional de gestión forestal que se implemente, supervise y actualice periódicamente. Es urgente diversificar el bosque. Es esencial promover la agricultura a pequeña escala, crear incentivos para la repoblación del interior y apoyar económicamente a quienes eligen vivir y trabajar en zonas rurales. Es necesario restaurar el cuerpo de guardabosques, antaño un actor clave en la vigilancia y la educación ambiental, y dotarlo de recursos técnicos, formación continua y autonomía.
Además, necesitamos políticas públicas que articulen el medio ambiente, el ordenamiento territorial, la protección civil y la cohesión social. No podemos seguir operando de forma aislada. Los incendios reflejan un problema más profundo: el país sigue desequilibrado, concentrado en la costa, dependiente de los centros urbanos e indiferente al interior. Mientras esto no cambie, las llamas seguirán siendo inevitables.
Portugal necesita coraje político. No repetir promesas en días de ceniza, sino actuar en días de lluvia, cuando las noticias ya no mencionan incendios. La prevención eficaz se lleva a cabo durante los meses de invierno. Es cuando el bosque está verde y el clima está en calma que se deben aprobar los planes, inspeccionar el terreno, desbrozar la vegetación y crear corredores de seguridad. Es entonces cuando la inversión es más barata, más eficiente y menos trágica. Pero esto requiere visión, voluntad y compromiso.
Julio de 2025 demuestra que no hemos aprendido. Seguimos gestionando el bosque con miopía, ignorando el conocimiento técnico y posponiendo decisiones difíciles. Seguimos elogiando a los bomberos mientras les permitimos luchar contra un enemigo que nosotros mismos permitimos que crezca. Seguimos fingiendo sorpresa ante lo que, año tras año, es rigurosamente predecible.
Pedrógão Grande debería haber marcado el fin de una era. Debería haber marcado el inicio de un nuevo enfoque, centrado en la prevención, la ciencia, la planificación y el respeto por el territorio. En cambio, se convirtió en un símbolo de lo que no hemos aprendido. Una herida abierta que sangra cada verano. Un hito histórico que se repite con nuevas formas, en nuevas regiones, pero con el mismo dolor e impotencia.
Si queremos un futuro diferente, tenemos que empezar ahora. No después del próximo incendio. No cuando las cámaras graben las llamas. No cuando haya que evacuar pueblos. Ahora. Porque, como nos ha enseñado la historia, cuando no hacemos nada, el fuego lo hace por nosotros. Y siempre cobra el precio más alto: la vida, la memoria y el territorio.
observador