José Lezama Lima y Virgilio Piñera: gordura y delgadez esquivando un régimen cubano
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Ejercían modales muy distintos en sus respectivas mesas. Ensayaban formas antagónicas de administrar lo íntimo y lo social, dentro y fuera de la página. José Lezama Lima era un glotón (literal y literario) y Virgilio Piñera un faquir frugal, de prosa nada barroca y de buena mano para la cocina y las cartas (sobre todo canasta). Pero fue Piñera el que escribió teatro, género que Lezama no se atrevió a pisar. Si Lezama Lima tuvo algo de cacique o caudillo con ánimo de evangelizar, Piñera optó por la soledad afable con tendencia a la deserción. Dos fumadores, pero el primero de habanos obesos y el segundo de esqueléticos cigarritos.
Si Lezama se camuflaba, Piñera se desvestía. Si Lezama era hedonista críptico de estricta observancia, Piñera fue un nítido masoquista escenográfico. Si Lezama al cuerpo lo untaba, Piñera lo contorsionaba. Lezama se eximió a sí mismo como candidato al diván analítico; en la hilarante novela La carne de René y en sus cuentos, Piñera prefirió la voluptuosidad de una cámara de tortura. El reciente Mi Lezama Lima, de Virgilio Piñera (Ediciones Seré Breve), marca otros contrastes y reordena la alternancia bicéfala de una isla que escapó de la ingravidez gracias a sus artes menos marciales. (Un amistoso rumor diría que fue un virtual maridaje entre los dos -el desenfado y el lirismo llevados a la cima más elegante y amable- el que dio a luz a una pluma argentina: César Aira).
Vidas y obras complementarias -podrían graficarse con la célebre ilusión óptica del pato y el conejo- de fieles contemporáneos a los que sería injusto que les cupiera la culposa condensación jerárquica que Piñera moldeó en "El hechizado", poema que le dedicó a Lezama: "Por un plazo que no puedo señalar/ me llevas la ventaja de tu muerte:/ lo mismo que en la vida, fue tu suerte/ llegar primero. Yo, en segundo lugar".
Desbalances y contagios que pueden apreciarse mejor en un estudio biográfico y crítico de excepción, El libro perdido de los origenistas (2002). Allí, su autor, el poeta, narrador y ensayista cubano Antonio José Ponte, señala: “Se ha dicho que es fácil detectar lo lezamiano en los poemas iniciales de Virgilio. Puede afirmarse también que un poema como ‘La escalera y la hormiga’ del último poemario de Lezama Lima, está escrito en lo mejor del aire piñeriano. Y más, algunos poemas de las últimas épocas de ambos resultan bastante canjeables entre sí. Es la historia teatral del flaco que se come al gordo y luego va a ser comido por el flaco”.
Lógicas jocosas, crudeza descarnada y un trabalenguas fonético o conceptual desestabilizan los poemas de Piñera. “La viuda devora rápidamente una bandeja de carcajadas”, leemos al pasar, y la risa es el patrón oro del autor de Una broma colosal. Se cuenta que Piñera organizaba torneos sobre escritores cubanos: “Los participantes le decíamos un nombre y mediante sus carcajadas expresaba cuánto talento poseía el mencionado”, declaró un testigo. En una carta de 1940, Virgilio se despidió de Lezama con la prestancia del auténtico modesto: “Ahora, puedes reír”.
Con frecuencia, sus primeras líneas empiezan por explicitar el despeje de un cierto terreno: “Voy pasando por la bruma que el olvido nos procura”; o bien: “Con una mano enjoyada voy dispersando la niebla”. Avanzar no era la especialidad de Piñera. Retrocesos y regresiones doman sus cuentos; a sus tragicomedias de perdedores las latiga lo absurdo con su metodología implacable. El que vino a salvarme incluye los relatos “La condecoración”, “Natación”, “La montaña”, “La transformación”, del largo de poemas, perfectos, incorregibles (En este sentido, es provechoso cotejar las dos versiones que circulan de La carne de René, con variantes meditadamente caprichosas y sus caminos divergentes para exorcizar el fascinado terror de Piñera hacia escuelas, reglas, directrices, deberes y castigos).
Apostando por la condensación y la sequedad, Piñera creó obras maestras de la mano de anatomías desagregadas, mutilaciones graduales y actos de fagocitación. En Piñera, el inferno son los otros –el éxtasis se obtiene controlando o mortificando a los demás– y el talento es propio. Modos de prolongar a Kafka y de desviarse de él, como hizo Kobo Abe. El régimen de Castro proporcionaba todas las facilidades para esta tarea, es decir todas las dificultades (agravadas para el más aperturista Piñera, por la indisimulada ofensiva homofóbica de la dictadura).
Mientras tanto, Lezama resolvió repetirse a sí mismo con astutos artificios y rebarajar un mazo léxico dilecto: presumir, curvar, combar, escamas, nieve, fuego, desoído, acariciado, indefinido. El gusto arma el poema, no el sentido, en medio de un vocabulario en llamas. Versos ideales para recitar en un teatro (si esta fuera una práctica de tímidos). Constantemente sorpresivo, Lezama parece haberse prohibido la expresión convencional, y aun la natural. Triquiñuela que puede estimarse en la preciosa antología Oscura pradera (Ed. La Pollera).
Si el estilo de Piñera es de atajos, en la novela invertebrada Paradiso Lezama –un imán para el menor desvío, para fabulosas incongruencias – propone la poetización extrema de una escena, de cada suceso, y cada uno arrastra un protocolo de deformaciones dignas de restaurador desmedido. En esa alfombra mágica de "purple patches", a Lezama se le quiere creer todo. (Ya que estamos: qué raras –falsas– suenan las fechas de composición al pie de sus versos).
Encastillado en su muralla de hermetismos tajantes y cortejantes -lo ilegible por extraordinario-, Lezama acopla ámbitos y dimensiones rivales. En este habilísimo mistificador, capaz de adjetivar con gentilicios, responsable de los sintagmas más altos del idioma, las imágenes se arman y se derrumban. O se aniquilan unas a otras. O se las devora el lector, ya convertido –el efecto es casi religioso– en un ferviente goloso que abdicará por exceso de sublime. Difícil tocar el vacío sin el reflejo de quitar rápidamente la mano de esa llama.
Oscura pradera, José Lezama Lima. Selección y prólogo de Vicente Undurraga. Edit. La Pollera, 102 págs.
Mi Lezama Lima, Virgilio Piñera. Prólogo de Rafael Cippolini. Ediciones Seré Breve, 75 págs.
Clarin