¿Quién mirará las obras cuando hayamos muerto?

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¿Quién mirará las obras cuando hayamos muerto?

¿Quién mirará las obras cuando hayamos muerto?

La longevidad en nuestra porción del mundo no hace más que alargarse. Si la mala suerte, los hábitos o nuestro propio cuerpo no lo impide, nos es dado pensar que podemos superar los noventa años de vida. Y aunque es cierto que hay un mensaje de que los sesenta son los nuevos cuarenta, que es posible ser un objeto sexual a los setenta, y reiniciarte sin límite de edad siempre que comas dos veces al día yogur, desde los cincuenta ya empiezan a hacerte sentir viejo. Tenía su sentido cuando te morías a los seis años, pero ¿lo tiene ahora que a los cincuenta te quedan por vivir la eternidad de cuarenta años más?

Los ves deambular igual en vacaciones por la ciudad con o sin perro, con o sin nietos

La escritora Marta Sanz habla de ese empeño en inocularnos la idea de la vejez prematura. Todo va acelerado. También el ser viejos, pero cuando el sistema, la comunidad, así como los cambios físicos, ya nos han avisado, dicho y percutido hasta la saciedad que somos viejos, a la propia Fábrica de los Sueños se le enciende la alarma delante de la posibilidad de que bajemos los brazos y hagamos como los apaches en aquellas películas del sábado tarde: subirte melancólicamente a la montaña sagrada y, calladito, dejarte morir. No, eso no nos es permitido. Tenemos que seguir consumiendo vorazmente hasta la agonía. Cremas y ejercicios antiedad, posturas antienvejecimiento, aquagym, viagra, prótesis mamarias y labiales, viajes, manifestaciones ciudadanas y clubes de ocio. Somos viejos jóvenes, niños viejos, ancianos adolescentes, alocados de modé .

Los viejos que van de viejos se visten en el barrio, y si usted ha vivido en un barrio sabrá cómo son esas boutiques

Por fortuna, aún sigue habiendo viejos que son viejos. Los distingues porque visten como viejos, andan como viejos, hablan como viejos, se paran a mirar las obras y votan al PP o al PSOE. Algunos de estos viejos ya ni recuerdan cuando trabajaron. La jubilación es un poco como una vieja novia. Sí, te acuerdas de ella, pero tampoco sabrías decir cuándo y cómo, desde qué y hasta dónde. Eso sí, no hay jubilado que no haya mantenido él solo con sus ­contribuciones la caja de la seguridad social, obviando sus gastos en medicinas, opera­ciones, médicos y suelo de centros de asistencia primaria ­durante décadas. Mis abuelas no lo dirán –en parte porque están muertas– pero ellas dos y sus cánceres, tumores, prótesis, análisis de sangre y caderas sueltas necesitarían de seis temporadas de recogidas de ­fresas en Almería con temporeros afiliados para compensar.

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Cuando yo era pequeño los viejos ya estaban –eran otros, claro– pero uno podía tener la teoría de que habían emigrado del pueblo y sus paseos, relaciones y maneras eran trasposiciones del mundo rural a la barriada working class . Pero estos viejos de ahora probablemente son ya aborígenes, vernáculos, ancianos urbanitas. Entonces ¿por qué hacen lo mismo que los viejos de antes? Los ves deambular igual en vacaciones por la ciudad con o sin perro, con o sin nietos. Sentados en bancos, a la sombra o frente a alguna valla a ver cómo va el tema de la construcción. Y ante esa evidencia uno piensa si en un momento dado, no nos pasará lo mismo a nosotros, niños viejos, jóvenes viejos. ¿Cuándo empezaremos a entender cómo se juega a la petanca? ¿Cuándo substituiremos las drogas ilegales por las legales? ¿Cuándo nos vestiremos y calzaremos con los regalos de Navidad? ¿En qué momento nos cortaremos el pelo para estar fresquitas? ¿O nos pondremos esos zapatos o pantalones horrendos pero cómodos? ¿Cuándo te dará igual que nadie te mire? ¿Cuándo bajas la mirada ante seres sexualmente deseables ante el temor que te descubran, te apedreen y te cuelguen del árbol más cercano?

Los viejos que van de viejos se visten en el barrio, y si usted ha vivido en un barrio sabrá cómo son esas boutiques. Locales oscuros donde si te acercas lo suficiente puedes distinguir al fondo dos ojos inyectados en sangre, impuestos y codicia, y unos escaparates con precios que te harán sentir que estás en el paseo de Gràcia (sin estarlo, obvio). En un barrio de tal tenor también puedes vestirte en un supermercado regentado por chinos y dejar de comer hasta la muerte. En el barrio se puede hacer de todo.

El diálogo de viejos que hablan como hombres viejos suelen ser anécdotas recurrentes, lugares comunes, escenarios apocalípticos y enfados discretos. Si no eres hombre te quedan a mano vidas de hijos, clubs de lectura, series turcas y ganas de mandarlo todo a paseo. Las últimas generaciones de viejos, ya van en camiseta y bermudas y las horas se pasan en una terraza cobrándose la jubilación en cervezas y patatas bravas. El andar viejo, ya para terminar, se distingue por una clara renuncia a la carrera de fondo, corta y explosiva y en semáforo en rojo. La duda es que será de nosotros. Tatuados, exadictos, tetas y labios nuevos, y sin acordarnos de nada, preguntándonos quienes somos y cuándo van a terminar por fin las obras de Sants Estació.

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