En el mercado de los mismos sitios

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En el mercado de los mismos sitios

En el mercado de los mismos sitios

Cuesta de creer incluso para los que lo hemos vivido, pero hace no tantos años –o quizás ya sí, treinta años son ya muchos años– la ciudad, llegados los meses de verano, se vaciaba de gente. Autóctona, aborígenes, inmigrantes, pero incluso de turistas. Y derivado de esa ausencia de humanoides en calles y casas, las tiendas, los comercios cerraban. Es decir, sucedía con normalidad algo con lo que no podríamos convivir ahora más de dos minutos, que era no poder tener lo que quisieras cuando lo quisieras.

Radical, ¿eh? De hecho, era bastante probable que debieras esperar un mes para tenerlo, hasta que tu tienda favorita volviera a abrir. Cuando quienes la regentaban volvieran de vacaciones. En esa lejana época quien tenía una tienda era como tú. Y en agosto –él y tú, ambos humanos– hacíais vacaciones, bajabais la persiana, entrabais en otra dimensión.

Mi abuela solía comprar en el de Santa Catalina, en la parada de una aficionada del Espanyol; la hacía rabiar con eso

Sin embargo, en la actualidad, cualquier capricho que te apetezca –en agosto o en el día del Fin del Mundo– tendrá una tienda abierta para servirte. Pero quien la regenta ya no es humano como tampoco lo eres tú y vuestra relación es más de adicto y su dealer . El intercambio es muy semejante. Apenas intercambiáis palabras y vuestras miradas ni tan siquiera se cruzan. Como mucho te pregunta si quieres bolsa y tú dirás que no, cogerás tu Monster y tu caja de donuts y te marcharás antes de que la poli te detenga. Ni tú ni él sois ya humanos, con independencia de que tú seas del Clot y él de Bangladesh. No lo sois porque no habitáis el mismo plano de realidad sino que lo único que intercambiáis es una pequeña dosis de mutuo desprecio. Él, que regenta una tienda de comestibles, nunca iría a comprar a una tienda de comestibles y menos unos donuts y una bebida energética, y tú jamás estarías día y noche en ese pasillo doble con tu cuñado mudo, viendo series en el móvil, vendiendo idioteces a blanquitos y turistas blanquitos bajo el melanoma. Todo eso no es bueno ni malo. Es lo que es. Somos el centro de nuestro mundo pero estamos terriblemente solos.

Mis abuelos vivieron durante la guerra y posguerra en el Chino, Distrito V, actual Raval. Mi abuela solía comprar en el Mercat de Santa Catalina, en especial cuando decidía hacer paella, allí negociaba sus gambas y escamarlans en una determinada parada cuya dueña era apasionada aficionada del Espanyol. Mi abuela la hacía rabiar con eso. Ella era del Barça pero añoraba un equipo sin extranjeros, solo con sangre catalana o al menos española. Mi abuela fue de esos que ganaron y perdieron la guerra al mismo tiempo. Cuando ya vivíamos en Font d’en Fargues, mi abuela cada viernes bajaba y subía cuestas, serpenteaba callejuelas y cogía dos autobuses para ir a Santa Catalina, a aquella parada de la periquita a tocarle las narices y comprarle bichos. Tenía un montón de mercados cerca pero era fiel a ese lugar. Era un ritual que solo tenía sentido en sí mismo. Era una forma de identidad. No quería soltarse de esa asidera para no desaparecer.

Hace treinta años quien tenía una tienda era como tú; y en agosto –él y tú, ambos humanos– hacíais vacaciones

Mi madre solía ir al Mercat de Virrei Amat. A mí me encantaba acompañarla. Me sorprendía el ruido que había allí dentro. Me tapaba los oídos para semejar que estaba bajo el mar y que los ruidos me llegaran amortiguados. Me gustaba todo de allí pero especialmente la libertad y la insolencia de las mujeres y todo lo que se decía y cómo se decía. Vendedoras que, desde sus montañas de hielo o zigurats de tomates y melocotones, despachaban con decisión y simpatía, la mano en una cadera y la otra en el peso de la balanza, haciendo bromas, cagándose en el Altísimo o enfadándose, tirando las piezas malas que encontraban, avisando del último género, mordiendo una pera, dando tanda.

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En vacaciones, al ser todos también humanos, algunas paradas estaban cerradas. Si era de las habituales, tanteabas nuevas propuestas, pero ambos –ellos y tú– sabían que sería temporal. Uno era fiel y leal a su carnicera o verdulera. Solo casos de alta traición propiciaban esos cambios.

Mi primera vocación seria fue la de ser como un tal Jordi, quien llevaba junto a su mujer un pequeño agujero donde servía cafés con leche en vaso duralex alargado, xuxos y croissants. Jordi ostentaba, a mis ojos, el premio de Persona Más Simpática del Mundo, sin duda alguna. Hablaba con todos, servía rápido, hacía bromas con cualquiera, ironía personal y malabarismos verbales que siempre parecían guantes hechos especialmente para cada mano. Coqueteaba con las dependientas, con las clientas, con tu madre y tu abuela, y te cogía las monedas con mano húmeda de reptil bueno. Pero incluso él, una semana de agosto, bajaba la persiana. Con un papel indicaba cuándo volvería.

Y volvía y, con él, la alegría al mundo de los humanos.

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