Los últimos días de Primo de Rivera

Poco después de las nueve de la mañana del 11 de febrero de 1930, una pareja de inspectores de la Sûreté Générale subieron a la estación de Austerlitz, en el centro de París, en un tren procedente de Cervera de la Marenda, la frontera francesa. Viajaba un pasajero muy especial. Miguel Primo de Rivera hacía todavía no quince días que, alegando motivos de salud, había presentado la dimisión a Alfonso XIII. Después de seis años dejaba de ser dictador. La documentación inédita del seguimiento que le hizo la policía francesa en sus últimos días que La Vanguardia ha localizado en los Archivos Nacionales Franceses corroboran su pésimo estado de ánimo y que, a pesar de los rumores, Primo no murió envenenado.
La medianoche del 12 de septiembre de 1923, como capitán general de Catalunya, había iniciado su golpe de estado en Barcelona y al día siguiente había viajado en tren en Madrid para recibir el visto bueno del monarca. Ahora, cuestionado por todo el mundo, impopular, habiendo perdido el favor del rey y del grueso de los mandos militares y debilitado por su diabetes, el militar originario de Jerez de la Frontera, de sesenta años, viudo desde hacía años, decidió hacer el camino inverso. El gobierno del general Dámaso Berenguer que lo sustituía al frente de la dictadura le entregó un pasaporte para moverse por Francia e Italia. Como señala Gerardo Muñoz Lorente en La dictadura de Primo de Rivera (2022), este “comprendió que estaba siendo invitado a emprender un exilio oficialmente voluntario”.
Sin demasiado alternativa, el 10 de febrero de 1930 dejó Madrid para volver a la capital catalana, subir al tren y dejar atrás España para siempre. Al día siguiente por la mañana en el tren de París, los inspectores franceses interrogaron a un empleado de los wagon-lits sobre aquel pasajero particular que viajaba solo. “Os recomiendo que no deis mi nombre a nadie, ni siquiera a la policía”, le había dicho al general. A las nueve y media, el tren llegó a la estación de Orsay. No lo esperaba nadie. Tampoco ninguna persona lo saludó al bajar del convoy. “Parece que habría manifestado la intención de pasar desapercibido”, anotaba el informe.
El embajador español, José Quiñones de León, hizo saber a Dámaso Berenguerque Primo flojeabaEl exdictador se hizo duro en taxi en el hotel Puente Royal, en el número 7 de la calle Montalembert, apenas a dos calles de la estación, en el mismo barrio de Saint-Germain-des-Prés, donde todavía se encuentra. En el hotel, “donde no lo esperaban”, Primo alquiló la habitación número 70 por 80 francos diarios. No indicó hasta cuándo se quedaría. Después de hacerse llevar la comida a la habitación, a las dos y media de la tarde, salió a pasear por la otra orilla del Sena, por los Jardines de las Tulleries y por los Camps Elíseos. Volvió hacia las cinco.
Un empleado que fue a ponerse a sus órdenes le propuso trasladarse a una habitación más lujosa. “Veo que sabéis quién soy –respondió–, pero es inútil insistir. Me gusta la habitación, la he querido con vistas al patio porque he venido a París para estar tranquilo y descansar. Me quedaré algunos días y creo que mi hija mayor me vendrá a buscar pronto”. En efecto, cuatro días después, sus dos hijas, Carmen, de 20 años, y Pilar, de 18, entraron en Francia por Hendaya para reunirse. Quien más compañía le hizo en las siguientes semanas fue el embajador español, José Quiñones de León, que aprovechaba para hacer saber a su sustituto, Dámaso Berenguer, que Primo flojeaba. Así lo recogió Francisco Alía en Duelo de sables (2006). De su salud se encargó el médico de la embajada. Alberto Bandelac de Pariente lo quiso someter a una dieta, pero el marqués de Estella no hizo caso.
Primo escribió artículos, sobre todo para el periódico argentino La Nación, dio algunas entrevistas, recibió amigos como el mariscal Pétain y fue al teatro. En Miguel Primo de Rivera. Dictadura, populismo y nación (2022) Alejandro Quiroga explica con detalle estos últimos días. Los informes localizados por este diario corroboran su análisis del momento.
Al empezar marzo, Miguel, otro de sus hijos, viajó a París para acompañar a su padre a Frankfurt, Alemania, para tratarse la diabetes. No llegó a tiempo. El día 14, Quiñones de León le organizó una comida de despedida en la embajada. Por la tarde, Primo se encontró con el corresponsal de El Debate y le confesó que sentía un dolor que quizá era una angina de pecho. Por la noche, sin embargo, fue con sus tres hijos a una representación de Cyrano de Bergerac en el Théâtre de la Porte St. Martin. En París, faltaban su primogénito y futuro fundador de la Falange, José Antonio, Ángela y Fernando.
La noche del 15 de marzo de 1930, según el seguimiento policial, Primo no recibió ninguna visita en el hotel. Hacía 15 días que tenía gripe y una crisis de diabetes. Al día siguiente, las dos hijas pasaron a saludar a su padre antes de ir a misa de nuevo. Lo dejaron animado, escribiendo. Pero al volver lo encontraron desplomado en la butaca con las gafas puestas y unas cuartillas en las manos. Avisado el hijo, Miguel fue al hotel y salió en taxi poco antes de las diez y media.
De acuerdo con la Sûreté, “un cura ha ido dos veces a la habitación del difunto entre las 11:45 h y el mediodía”. A esta hora, Miguel reanimó con el doctor Bandelac de Pariente. Solo después de la llegada de este, a las doce y cuarto, se anunció el fallecimiento del exdictador. “Primo habría muerto por una embolia”. La documentación en ningún momento avala los rumores de que el militar fuera envenenado. Simplemente, en el último mes, con la carga del abatimiento por el penoso fin de su mandato, la salud de Primo había empeorado. París apenas le duró un mes.
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