El libro es la casa del autor

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El libro es la casa del autor

El libro es la casa del autor

Mario Praz (Roma, 1896-1982) fue un hombre que levantó muchas pasiones en vida pese a ser, en esencia, un estudioso que, con el paso del tiempo, se mimetizó con su hogar, plagado de miles de objetos y volúmenes con capacidad para sintetizar toda su sabiduría. Su fama final de ermitaño le valió ser la principal inspiración para el protagonista de la película Confidencias (1974), de Luchino Visconti, en la que Burt Lancaster interpreta a un coleccionista de cuadros con grupos de familia en un interno, aislado en su universo de cajas chinas sin conexión con la realidad exterior.

Esta metáfora sirvió también para el pobre Praz, al que muchos, en una era más culta que la actual, definían como pasatista , encantado de anclarse en el conocimiento de Europa, con especial interés hacia el Reino Unido, donde fue lector de 1923 a 1931 en la Universidad de Liverpool, aprendizaje que le valió galones para inaugurar en 1935 la cátedra de Lengua y Literatura Inglesa en la Sapienza.

A finales de los años setenta sintió, pese a colaborar en múltiples medios escritos, la necesidad de juntar todos sus mejores textos para dar a los lectores un testamento póstumo que lo compendiara. Así fue como, en 1980, se publicó La voz tras el escenario , que ahora ve la luz en nuestro país, más o menos pródigo a lo largo de esta centuria en recuperar su particular obra, como Península Pentagonal (Almuzara, 2007), glosa de una España que también aparece en esta compilación de artículos, relatos y ensayos que no sólo son literarios al abordar vidas, gustos y observaciones más allá de lo libresco.

Praz se licenció con una tesis sobre Gabriele d’Annunzio cuando este era venerado como un dios. En D’Annunzio y el olor de la rosa se queja de cómo la Modernidad de la posguerra había enterrado sin contemplaciones al vate guerrero, eliminándolo del panorama al ser una antigualla, como las que amaba amontonar con armonía nuestro protagonista, cuya casa museo es un imperdible romano.

Pudo adorar al maestro de sus años mozos, lo que no implicaba seguir a rajatabla su estilo; el suyo es mucho más fluido, propio de alguien con un orden mental superior que transmite en las reflexiones de las páginas un viaje pausado por Europa a lo largo de las centurias que configuraron sus modernidades, heterodoxas como las especialidades del italiano. Cada una de ellas terminó por configurar los libros de ese raro con tantas intuiciones, inglés por elección y mágico al ser internacional desde su domicilio.

Otro de los méritos de La voz tras el escenario es cómo su misterioso diseño quiere desmentir, no sin homenajearla, esa vitola british al repartir sus disquisiciones por muchos países del Viejo Mundo. Para comprender su manejo de las fuentes mezcladas con una voz propia que no se conforma con lo manido valdría el relato de la muerte de J.J. Winckelmann en Trieste, asesinado, como Marlowe, “bajo el puñal de un oscuro amigo de pago”.

Praz nos sitúa en la posada y, de repente, tiene el brío de un periodista de crónica negra en el desmenuce de esos minutos. Registra la muerte del recuperador de la belleza con afán clínico y, desde su normalidad, nos resume con pocas pinceladas la profundidad de la era que narra.

Esto sobresale cuando abandona el filo que flirtea con la ficción y navega con placer entre personajes y su contribución a la cultura. Tanto puede diseccionarnos el cambio hacia la sensibilidad romántica como meditar sobre el expolio napoleónico. Cada tema se trata con pasión y un gran amor al detalle, un mot juste de intelectual obsesivo.

Lo más impresionante, leyéndolo en nuestro 2025, es el desdén de sus coetáneos. Tras su fallecimiento, su obra se revisó y poco a poco ha adquirido otra envergadura. La burla devino admiración. Quizá supo que vencería al tiempo, imponiéndose desde una elevación no envidiada, sino a frecuentar.

Mario Praz La voz detrás del escenario Traducción de Pilar González Rodríguez Siruela 592 páginas 49 euros

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