El día que toqué con Billie Holiday en Nueva York (y en el intermedio se pilló un colocón colosal)
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Conocí a Billie Holiday en los años cincuenta, cuando me invitaron a una fiesta en el apartamento donde Billie por aquel entonces residía, en el segundo piso de un edificio. Al llamar al timbre desde abajo me llegó el ruido de un altercado de algún tipo. La puerta se abrió, y entré en el vestíbulo, sin saber bien a qué atenerme. ¡Y me encontré con que el acompañante de la vocalista llegaba rodando escaleras abajo, hasta aterrizar a mis pies! En lo alto, Billie no cesaba de lanzarle invectivas, y hasta alguna que otra botella por la cabeza.
Me quedé atónito, lógicamente. Pero ella al momento dijo: –Ah, eres tú, monada. No le hagas ni caso. Pasa por encima de él y vente.
Enfilé las escaleras con aprensión, y aquella mujer tan hermosa me recibió con un abrazo y un beso. Recuerdo que esa noche dio la impresión de haberse encaprichado de mí, pues me colmaba de atenciones cada vez que estaba en su presencia. Cada dos por tres ordenaba a gritos a los demás que me trajeran algo más de beber, cuanto antes.
Mi nacionalidad también parecía despertar su curiosidad, pues no cesaba de hacerme preguntas al respecto: –Así que vienes de ese país del norte donde hace tanto frío, ¿eh?
O bien: –¿Y qué tipo de jazz se escucha en Canadá?
Mi lugar de origen la fascinaba, sin que le entrara en la cabeza que pudiera tener vinculación con el mundo del jazz.
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Avanzada la velada, de pronto se vino a mi lado, me tomó de la mano y me condujo al piano que presidía la sala de estar. Una ocasión que ha quedado grabada a fuego en mi mente, por el sobresalto que me llevé cuando su mano agarró la mía. Billie Holiday tenía el rostro muy dulce, y su presencia era radiante; sin embargo, su mano resultó ser áspera y abrasiva, lo que me hizo dar un respingo. Y bien, llegamos ante el piano. Hizo que me sentara en la banqueta y se acomodó a mi lado, y a continuación me miró de arriba abajo con aquella mirada penetrante que tenía. Tan cerca de ella, me di completa cuenta de lo increíblemente hermosa que era esa mujer. La textura de su piel era exquisita, y sus labios llenos y bien dibujados apenas se movían cuando hablaba, de tal modo que las palabras venían a escapar por el lado de la boca. Los labios sencillamente se encogían lo mínimo para emitirlas, lo que tal vez explica su forma de arrastrarlas al cantar en ocasiones. Sentada inmóvil mientras tocaba mi versión de una balada para ella, daba la impresión de sentirse hipnotizada por el movimiento de mis manos. Mecía la cabeza de lado a lado, siguiendo su recorrido por el teclado; el copete de pelo en su nuca se mecía como la cola de un perrillo mientras me miraba tocar.
–¡Eh, Leonard! – exclamó de pronto, a alguien que estaba en la habitación vecina–. Ven a escuchar lo que hace este muchacho venido del Canadá.
Se giró hacia mí y me instó: – Vuelve a tocar ese estribillo, anda. Así lo hice, esforzándome en que sonara igual, pero ella me interrumpió.
–No, no, te has dejado ese pequeño adorno de antes. Tócalo para mí, anda.
Traté de rehacer el estribillo a su gusto; sin duda no lo conseguí, pues al momento volvió a intervenir: –No, así no. Así no. Has vuelto a tocarlo de forma distinta. Tienes tanta música dentro de ti que ni te acuerdas de lo que acabas de ejecutar.
Y de repente me vino con otra: "Tócala en mi tono". Dando por sentado que yo sabía cuál era su tono, cambié a la tonalidad de sol, con la esperanza de que estuviera situada en su rango vocal, y se puso a cantar la letra.
Aliviado, me dije que me había acercado lo bastante.
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He de decir que hasta ese momento nunca había sido un gran admirador de Billie Holiday. Hasta este momento de contacto personal, no llegaba a apreciar del todo el impacto de sus fraseos, tan únicos como la cualidad de su voz. Con anterioridad tan solo había escuchado algunas grabaciones tempranas, muy malas, que no le hacían justicia. La mujer en ese momento sentada a mi lado tenía una voz que era puro terciopelo y un estilo absolutamente propio; abordaba la letra de una canción de un modo interpretativo, tan personal que llegabas a pensar que estaba creándola mientras cantaba.
Tocar para ella era tan fácil que resultaba casi ridículo. Al tocar para una persona capaz de aunar la línea melódica y la letra con una tan sensible interpretación musical, creo que lo más adecuado es limitarme a sugerir las estructuras armónicas inferiores indicadas para complementar su capacidad vocal sin entorpecer ni destruir de una u otra manera. La voz de Holiday era tan suave, y casi titubeante, que aguardaba a insertar mis contadísimos rellenos pianísticos una vez completados por entero sus fraseos. Elaboré mis respuestas a sus líneas melódicas recurriendo a una cambiante base de figuras armónicas, muy parecidas a las que solía utilizar el fallecido Jimmy Jones.
Hice uso de este patrón para retener el efecto elongado que Billie creaba con la voz. Acabamos la canción, y se giró hacia mí. Con aquella risa inocente y aniñada que tenía, preguntó: –Y bien, ¿cuándo vamos a grabar un disco?
Todavía asombrado y aturullado por sus recientes maravillas como vocalista, murmuré algo así que cuando ella lo considerase oportuno, u otra respuesta anodina por el estilo. En vista de que justo acababa de ver lo sucedido a su acompañante, al que Billie había echado físicamente de la fiesta, durante un segundo me entró el pánico. ¿Y qué me hubiera hecho a mí, de no haberle gustado mi forma de tocar para ella?
Durante los dos años siguientes tan solo la vi por casualidad. De vez en cuando coincidíamos en un club neoyorquino, nos abrazábamos y charlábamos un rato. Pero, llegado 1952, Norman decidió grabarla con mi trío, aumentado con un par de vientos. De nuevo se me presentaba la oportunidad de tocar para Billie Holiday. Entró en el estudio proyectando aquel inimitable aire de femenina sofisticación. Se detuvo a saludarnos a todos con besos y abrazos, se sentó y se tomó una copa.
Mientras Norman dirigía la grabación sin apenas intervenir, Billie llevó el peso de la sesión con tanta naturalidad y comprensión musical que empecé a poner en duda todos aquellos rumores sobre su inconsistencia, imprevisibilidad y demás. Lo que nos estuvo pidiendo a Herb Ellis y a mí tenía todo el sentido del mundo; sabía exactamente lo que quería.
Al final de la sesión todos estábamos contentos con el resultado, y ella, directamente jubilosa.
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Las habladurías sobre su imprevisibilidad terminaron por confirmarse en una actuación en el Carnegie Hall en 1955. Una experiencia horrorosa de veras. Norman había decidido que Holiday apareciese en el concierto de JATP como artista invitada, sin previo anuncio de ninguna clase, pues Billie llevaba cuatro o cinco años sin trabajar en Nueva York. ¿El motivo? Billie no tenía "la cartilla de la policía", emitida por el cuerpo policial de la ciudad y obligatoria para todo artista de club nocturno. Según parece, si tenías antecedentes penales (por consumo de estupefacientes, pongamos por caso), no podías conseguirla.
Por su parte, Norman se decía que la aparición por sorpresa en el concierto de JATP era un buen truco para eludir la prohibición y serviría para que los numerosos admiradores neoyorquinos pudieran volver a verla en escena. Granz hizo cuanto estuvo en su mano para que todo saliera bien; incluso dio órdenes estrictas de vigilar el área de detrás del escenario para que nadie le diera de beber o la invitara a drogarse.
Y tuvo buen cuidado de elegir cada canción con Billie y conmigo para asegurarse de nuestra compenetración.
Me admiraba su empeño en conseguir que Billie volviera a escena a lo grande; sin embargo, ¿cómo iba a justificarse ante Ella Fitzgerald? Pues Ella sin duda encontraría inexplicable que hubiese agregado a otra vocalista al concierto. Sigo sin saber cómo se las arregló Norman al respecto. Se negó de plano a contármelo –y mira que se lo pregunté–, limitándose a decirme: "Tú por eso no te preocupes".
Durante la presentación, Norman indicó al público que esa noche habría una artista invitada. Se inició el concierto y, después de la actuación del trío, reapareció y anunció: –¡La gran Billie Holiday!
Enloquecido de entusiasmo, el público aplaudió a rabiar puesto en pie. Ataqué la introducción del primer tema, y Lady Day lo hizo a pedir de boca durante su actuación, con la misma seguridad en sí misma de la que hizo gala en la sesión de estudio. Hizo un bis y volvió al escenario, donde recibió otra ovación de gala. Todos estábamos más que contentos por aquel momento histórico en el jazz: el regreso de Billie Holiday.
Esa noche había dos conciertos en el Carnegie Hall. Tras un intermedio de una hora de duración, necesario para desocupar la sala y volver a ocuparla, empezó el segundo pase. Entretenido en saludar a unos amigos entre bastidores, no vi a Norman hasta que se plantó en el escenario y anunció la actuación de mi trío. Me pareció ver que estaba disgustado por algo, pero no tuve tiempo para preguntarle, pues al momento salí a tocar. Al final de nuestro pase, reapareció en escena y se dirigió al micrófono. En la vida lo he visto con una tal expresión de rabia y frustración. Se quedó de pie ante el micro, respiró hondo, un tanto encorvado. Volvió a presentar a Billie, de forma casi igual que en el primero de los dos pases. Fue hacia el telón de fondo y la acompañó hasta el micro, con los hombros encogidos.
Tenía curiosidad por saber qué estaba pasando, pero me limité a tocar la introducción convenida para I Only Have Eyes For You.
Se produjo un silencio interminable mientras Billie seguía allí de pie, tambaleándose adelante y atrás, con la expresión vacía
Cuando hicimos la correspondiente parada destinada a darle paso, de inmediato comprendí que algo marchaba mal, que ella no iba a responder. Se produjo un silencio interminable, que parecía durar una vida entera, mientras Billie seguía allí de pie, tambaleándose adelante y atrás, con la expresión vacía. En el escenario, en momentos como ese tienes la impresión de que el tiempo se alarga de forma impredecible, por lo que un minuto cobra las dimensiones de una hora entera. Sentado en la banqueta, abochornado, por no decir anonadado, finalmente tuve el impulso de ejecutar otra introducción al piano para ella. Recurrí a un ataque mucho más pronunciado y simplifiqué los fraseos para que no pudiera albergar la menor duda sobre cuándo iba a producirse la parada. La hicimos, y volvimos a encontrarnos con un silencio oceánico.
Entré en pánico. Mi mente era un torbellino. ¿Dónde está Billie?, me preguntaba. ¿Cómo puedo comunicarme con ella? ¿Es consciente de que estamos aquí? ¿Cómo lograr que se sume a todo esto sin que haga el mayor de los ridículos delante de tantísima gente?
El público a esas alturas intuía que en el escenario estaba pasando algo raro; se movía nervioso en los asientos, hablaba en cuchicheos.
Hice caso omiso y toqué una nueva introducción clara y contundente para ella. Hicimos la nueva parada, y me sentí abrumado por el miedo y la tristeza, pues en el auditorio silencioso resonó una voz gemebunda, exhausta, carente de tono, una voz que llevaba a pensar en un sollozo lastimero. Una voz que arrastraba las palabras hasta tal punto que la cadencia de la canción se perdía de modo irremisible en aquellos fraseos absurdamente elongados.
–Ar…e t…he s…ta…rs…
De pronto, Norman apareció en el escenario y se llevó a Billie de allí. Sentado en la banqueta, yo estaba tan estupefacto como desolado, pues no quería reconocer qué era lo que había pasado, por mucho que la cosa no pudiera estar más clara. Norman reapareció y presentó el siguiente segmento del espectáculo.
Cuando finalmente salí del escenario, una vez entre bambalinas, miré en derredor y vi que Billie estaba sentada en una silla con el cuerpo encogido. Fui hacia ella con intención de consolarla un poco, pero levantó la vista y me miró con los ojos medio llorosos. Con su boca tan hermosa distorsionada en una mueca, exclamó: –¡Aquí lo tenemos! ¡Aquí viene Oscar Peterson, el tío que acaba de joder mi música a base de bien!
Me detuve en seco. El desasosiego y la tristeza por lo que Billie se había hecho a sí misma de pronto quedaron atrás y dejaron paso a la rabia, hasta que comprendí que eran las drogas las que hablaban, no ella. Y caí en la cuenta de que pronto olvidaría casi todo cuanto acababa de suceder, que acabaría por perderse en aquel estupor narcótico.
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Comprendía la razón por la que Norman se sentía tan ultrajado. Saltaba a la vista que alguien había eludido la vigilancia montada por Granz y había facilitado que la cantante pillara aquel globo durante el intermedio entre los dos conciertos. Norman se había aferrado a la esperanza de que, de un modo u otro, fuese capaz de actuar en el segundo de ellos sin perder la compostura, pero no fue eso lo que sucedió.
Billie Holiday había vuelto a comprometer su carrera como vocalista de jazz, una carrera que bien hubiera podido ser aún más magnífica y significativa. Desde entonces, no he dejado de decirme que, por culpa del consumo de drogas, al que tantos otros también se dieron en esa época, Billie de hecho formaba parte de la lóbrega cosecha aludida en la letra de la canción que hiciera suya: Strange Fruit.
A Norman Granz le gustaba enfrentar a músicos de distintos estilos y tradiciones, pues consideraba que el resultado siempre iba a ser interesante y revelador. Fue algo que hizo con las distintas formaciones de JATP y, también, en numerosas sesiones de estudio. Hay quienes consideran que este planteamiento fue un tanto mecánico, o incluso artificioso, pero me consta que su única motivación era establecer un encuentro de música improvisada entre los exponentes de las diversas corrientes de la época, cosa que quedó bien clara cuando escogió a cinco saxofonistas para participar en la sesión hoy conocida como la Charlie Parker Jam Session.
En aquel año 1952, Charlie "Bird" Parker estaba en la cresta de la ola, pues era el músico de jazz más famoso de todos. Norman hizo que se encontrara con Benny Carter, Ben Webster, Johnny Hodges y Flip Phillips, y, para no quedarse corto, también agregó al trompetista Charlie Shavers. Benny estaba considerado el epítome de la musicalidad. Su virtuosismo era tan legendario como el maravilloso sonido de su saxo alto, por no hablar de su talento como compositor y arreglista. Ben Webster, quien se había hecho célebre como miembro de la incomparable orquesta de Duke Ellington de los primeros años cuarenta, era el máximo representante de los saxos tenores con sonido susurrante a la par que contundente. El saxo alto de Johnny Hodges despertaba admiración por su aterciopelada entrega y la ejecución de los legatos; también era conocido por su carácter apacible e imperturbable en general.
Sobre el libro
La carrera de Oscar Peterson abarca más de cinco décadas, tiempo en el que grabó más de un centenar de álbumes, y fue galardonado con numerosas distinciones –como las concedidas en los Grammy, el Black Theatre Workshop, el Peabody Conservatory of Music o la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación– y su ingreso en el Salón de la Fama del Jazz. Compartió escenario, camerino y las incomodidades propias de la carretera –así como el hostigamiento y las vejaciones de sus racistas convecinos– con grandes del género como Ella Fitzgerald, Dizzy Gillespie, Billie Holiday, Count Basie, Nat King Cole, Louis Armstrong o Duke Ellington.
Sus memorias, tituladas 'Mi vida en el jazz' y que el 1 de septiembre próximo verán la luz en España de la mano de la editorial Kultrum, están repletas de material muy interesante y constituyen un rico anecdotario sobre sus coetáneos, así como sobre su época. Muy pocos pianistas de los tiempos de Oscar Peterson nos han legado sus memorias y no existe ningún libro sobre la vida y obra de Peterson traducido al español, por lo que estas memorias son un documento único para entender la obra de este pianista de culto en el mundo del jazz.
Flip Phillips, quien había cimentado su reputación como integrante de una de las primeras secciones de vientos en la orquesta de Woody Herman, en aquel momento era principalmente conocido por su grabación con JATP de Perdido, la pieza de Juan Tizol. Y Charlie Shavers estaba tan feliz y contento como de costumbre: feliz por ser el trompetista de la grabación, y contento por no tener que vérselas personalmente con ninguno de aquellos saxofonistas. La sección rítmica la formábamos Ray Brown, Barney Kessel, el batería J. C. Heard y un servidor.
Norman y los vientos no tardaron en ponerse de acuerdo sobre los temas por tocar, y la sesión fue desarrollándose con bastante normalidad, hasta que empecé a caer en la cuenta de que dos de los solistas no tenían muchas ganas de tomar el relevo a continuación de los solos de Bird. Reticencia que ni Carter ni Hodges tenían; Johnny, de hecho, se ofreció voluntario a suceder a Charlie en cualquier momento y en cualquier tema. Estaba en su naturaleza. Johnny Hodges no sabía lo que era el miedo, y por mucho respeto que le tuviera a Bird, sabía que nunca iba a salir malparado de una comparación. Curiosamente, me pareció que Parker no llegó a advertir la aprensión de los otros dos. Parecía estar disfrutando de lo lindo, pues escuchaba a cada uno de los demás saxofonistas con gran atención, con la cabeza un tanto ladeada y el aprecio pintado en su rostro. Los de la sección rítmica también disfrutamos a lo grande, por el reto que suponía tocar para cada uno de estos grandes músicos, por lo fascinante que resultaba evaluar su desempeño individual a medida que tocaban.
Al final de la grabación, todos estábamos contentos con el resultado, o esa fue la impresión que tuve. Diría que ninguno salió musicalmente perjudicado, pues cada uno de los solistas se concentró en expresar con su propia voz lo que fuese que tenía que decir, y sin tapujos .
A navajazo limpioLos viajes prolongados generan tedio, y el tedio puede llevarte a hacer tonterías o cosas raras. Una vez, por la simple razón de que no tenía nada mejor que hacer, me dio por comprar una navaja de barbero. Mi maquinilla de siempre funcionaba perfectamente, y yo no tenía idea de afeitarme con una navaja barbera. Lo único que sabía era que resultaba muy peligroso, si no te dabas buena maña con el artilugio. Como digo, en el momento me pareció una buena idea. Así que la adquirí, con su asentador de cuero y su librillo con instrucciones de seguridad. De forma algo retorcida, la dejé intocada durante unos cuantos días. Hasta que una tarde, en un motel de Kansas, me dije que había llegado el momento de sacarla a relucir. Lo dispuse todo con cuidado, me duché y, plantado frente al espejo, me enjaboné la cara de espuma y empuñé la navaja barbera.
No me había dado cuenta de dos cosas. La primera era que había dejado la puerta del cuarto medio abierta, por lo que quien pasara podía verme como Dios me trajo al mundo. La segunda y más importante, Dizzy Gillespie andaba suelto por ahí y tenía ganas de montar un buen follón. Justo al hacer la primera pasada por mi mejilla, algo me mordió en el culo; solté un grito y, naturalmente, me corté con la navaja.
De pronto estaba desnudo, a la vista de otros ¡y sangrando como un gorrino, para rematar la jugada! Por su parte, Dizzy había puesto pies en polvorosa pasillo abajo, riéndose como un loco, sin darse verdadera cuenta de los daños causados.
Aquella noche aparecí en el concierto con media cara aparatosamente cubierta con algodón y esparadrapo. Unas horas después, la navaja barbera fue a parar al cubo de la basura.
El Confidencial