De adultos para chicos: escritores argentinos rompen barreras y se animan a los libros infantiles

En las librerías, las mesas están organizadas por secciones: “Infantil”, “Juvenil”, “Adultos”. Esa división, que parece inocente, es en realidad el punto de partida de un debate profundo: ¿qué implica escribir para adultos y escribir para las infancias? ¿hasta qué punto tiene sentido etiquetar las obras según la edad de sus lectores? ¿Limita esta decisión la circulación de los libros?
Feria del libro. Foto: Martín Bonetto.
María Teresa Andruetto, referente de la literatura argentina, sostiene que los términos “infantil” y “juvenil” son construcciones del mercado editorial que, en muchos casos, reducen la potencia de los textos y los confinan a un gueto literario. “Las etiquetas son necesarias para vender, pero no para leer”, advierte.
Muchos libros concebidos para la infancia esconden guiños que solo un lector adulto detectará: dobles sentidos, ironías, referencias culturales. El año pasado el encuentro “Los libros no tienen edad”, inspirado en el festival madrileño Abrapalabra, reunió a niños y adultos para conversar sobre El niño del carrito, de Begoña Oro. El resultado: interpretaciones distintas, emoción compartida y una certeza común: una buena historia interpela sin importar la fecha de nacimiento de quien la lee.
La escritora británica Katherine Rundell defiende que los buenos libros para chicos tienen una nobleza que debería atraer también a los grandes. Lejos de ser “menores”, estas obras recuperan la curiosidad, la emoción pura y el asombro que la literatura adulta a veces olvida. Al mismo tiempo, algunos clásicos de la literatura universal –de El principito a Moby Dick– circulan libremente entre generaciones.
En nuestro país, autores y autoras como Florencia Bonelli, Daniel Balmaceda, Claudia Piñeiro y Martín Kohan se animaron a explorar otro lenguaje al que estaban acostumbrados: el de adultos. ¿Cómo es el pasaje de escribir para adultos a escribir para chicos? ¿Qué cambia y qué se mantiene?
El escritor argentino Daniel Balmaceda, conocido por novelas atravesadas por la historia argentina, lo resume de esta manera “cambio de lenguaje, pero no de profundidad”. En ese sentido, explica: “Al escribir para chicos, cambia el modo, pero no el compromiso. Se mantiene la necesidad de contar bien, de ser riguroso, de buscar la belleza en la narración. Lo que cambia es la forma de decir: con el lector infantil ya no se puede dar nada por sobreentendido, ni confiar en que el lector completará lo que uno insinúa. Hay que ser claro, directo, sin perder encanto ni ritmo”.
Entonces, la clave estaría en no confundir claridad con simplificación. “La infancia es una etapa de enorme sensibilidad y de inteligencia en desarrollo. La responsabilidad está en desafiarlos. Quiero que los chicos aprendan porque tienen ganas de saber, no porque alguien les impone una lección”, señala el autor de Los caballeros de la noche.
Claudia Piñeiro. Foto: EFE | Alberto Aguado.
Recientemente lanzó San Martín, la gran aventura de la libertad, en la editorial Penguin Random House. “Deseché la idea de narrar una biografía tradicional. Imaginé una escena y voces nuevas. Así nació la idea de un librero con alma de contador de historias, acompañado por tres sobrinos que preguntan, interrumpen, se ríen y dudan. Ese recurso me dio libertad para moverme con soltura, para jugar con los tiempos y las emociones”, cuenta sobre el proceso creativo.
De esta manera “la historia de San Martín encontró ahí un canal atractivo, donde lo didáctico se disfraza de juego y los aspectos en los que quería profundizar surgen a partir de conversaciones cotidianas”. Para Balmaceda, la librería era central: “Quise compartir con ellos las sensaciones que ofrece una librería, es decir, un espacio con mil mundos por descubrir”, explica.
La escritora de romance histórica Florencia Bonelli también habla de un reto creativo con la publicación de El príncipe del bosque: “Me bastó recordar cuando era niña, qué me gustaba leer y cuáles eran los ingredientes que me atrapaban. Reencontrarme con mi niña interior resolvió el dilema”.
El principe del bosque es una historia ambientada en un mundo de fantasía. Para ello, empleó un lenguaje accesible para niños de siete u ocho años. “Me gusta también emplear, aunque pocas, palabras que no conocen porque es la forma de enriquecer el lenguaje”, confía.
“El príncipe del bosque tiene dos grandes pilares sobre los que se desarrolla la trama, el amor incondicional y la amistad, y creo que los adultos, al compartir la lectura con sus hijos, terminarán por cuestionarse acerca de estos dos valores que considero fundamentales para reencontrarnos con nuestra parte más humana y, al mismo tiempo, más divina”, dice.
Martín Kohan. Foto: Juano Tesone.
El escritor argentino Martín Kohan, autor de la novedad infantil El tiempo más feliz, pone el acento en la figura del lector implícito: “Al escribir para chicos, esa figuración imaginaria se me volvió más estricta y exigente”.
Para la escritora y guionista Claudia Piñeiro, el cambio le abre puertas al lenguaje poético y mágico. Su libro Un ladrón entre nosotros es el predilecto en las escuelas. “En la literatura para niños me siento con más libertad para ir a donde quiera. No se trata de infantilizar, sino de tratar a los niños como personas muy capacitadas para recibir una historia”, comparte en diálogo con Clarín.
Sobre si hay asuntos vedados para la infancia, Andruetto analiza: “Todo se puede tratar con los niños, hay libros preciosos sobre la muerte, sobre la guerra, sobre el desamor, sobre el abandono, sobre la pobreza, pero es el modo en que están contados lo que hace, lo que los vuelve amables para ser recibidos por un lector en formación”.
Daniel Balmaceda. Foto: Alejandra López, gentileza editorial.
En este aspecto, Balmaceda es claro: “No se trata de censurar, sino de saber cuándo y cómo abordarlos. La clave está en el cuidado, no por ocultar, sino por respetar los tiempos del lector”. En su libro, priorizó valores como la infancia, el esfuerzo, el compañerismo y el amor por la libertad: “Son ideas potentes que los chicos pueden abrazar sin entrar en zonas más complejas o contradictorias”.
Bonelli cree que la agenda la marcan los propios niños: “No hay que forzar nada. Son ellos los que nos indican qué quieren saber, cuándo y hasta dónde. Frente al tema en cuestión es necesaria una sensibilidad adecuada para afrontarlo de modo que la mente de un niño pueda comprenderlo”.
Por su parte, Kohan coincide en que algunos temas llegan más tarde en la vida, pero remarca que en los que sí se pueden tratar “cuando son difíciles o delicados, la forma en que se cuentan se vuelve especialmente decisiva”.
Mientras Balmaceda trabaja con una doble vía: “Hay capas más accesibles para el lector infantil y otras más sutiles para los adultos. A veces es un guiño o una observación que los chicos no captan, pero que hace pensar a los grandes”; Bonelli opta por un lenguaje neutro y accesible desde los siete años, incorporando algunas palabras nuevas para enriquecer el vocabulario: “Me gusta que los adultos, al compartir la lectura con sus hijos, se cuestionen valores como el amor incondicional y la amistad”.
Pero Kohan disiente con la idea de “lenguaje infantil”: “Hay registros del lenguaje adulto que son perfectamente accesibles para los chicos. Desde ahí uno les habla, desde ahí uno escribe”.
María Teresa Andruetto. Foto Maxi Failla.
Andruetto trae el ejemplo perfecto de cómo las etiquetas encauzan el circuito de un libro. “Es verdad que a veces limita esa clasificación y a veces también le ayuda a una obra. Porque hay libros que habiendo sido publicados en una colección para jóvenes, adquieren un lugar que, puesto en el universo general de los libros, no tendrían. Yo puedo atestiguarlo con mi novela Estefano, por ejemplo, que es una novela que bien podría ser para adultos y de hecho muchos adultos la leen. Pero el hecho de que esté en una colección juvenil ha hecho que en esa zona y en esa franja el libro se destaque, mientras que a lo mejor publicado sin esa sugerencia lectora”. Y concluye con esa calma y profundidad en sus reflexiones que la caracteriza: “No sé, nunca sabemos qué pasa con los libros porque los libros tienen un camino que va más allá de los que los escribimos. Incluso más allá de lo que a veces piensan los editores”.
Para Balmaceda, las clasificaciones pueden volverse barreras: “Un buen libro infantil no debería estar ‘prohibido’ para los adultos, ni uno para adultos ser inaccesible para un chico curioso. Lo que define a un lector no es la edad, sino la sensibilidad y el momento vital”. Y, en ese sentido, la autora de la exitosa saga Caballo de fuego resume: “Si una historia llega al corazón de la gente, se abre camino más allá de las etiquetas comerciales”. Por su parte, Kohan considera que la delimitación puede ser pertinente, “pero como toda delimitación, admite e invita a ser traspasada”.
Balmaceda sostiene que “no debería ser un contenido que se enseña, sino una experiencia que se vive. Su lugar es abrir puertas a la imaginación, a la emoción, al conocimiento y al pensamiento crítico”. Una biografía bien narrada, dice, puede lograr que un chico deje de ver próceres y empiece a ver personas: “Cuando eso ocurre, se da cuenta de que lo admirable no es un pedestal, sino un camino”.
Florencia Bonelli. Foto: Ariel Grinberg.
Aunque el mercado editorial insista en clasificar –y con ello asumir el riesgo de limitar y apartar al lector de novelas infantiles que podrían cautivarlo–, las voces de autores como Balmaceda, Bonelli, Kohan y Piñeiro coinciden en algo esencial: una buena historia, bien contada, no reconoce fronteras de edad. Puede emocionar, desafiar y acompañar tanto a un niño de siete años como a un adulto que todavía se deja sorprender.
Clarin