Cuando la risa es un crimen: un día en la vida de una periodista en el norte de Afganistán

Apenas se ha hecho de día cuando Maghfira (nombre ficticio) toma rápidamente una taza de té y se prepara para salir. Se coloca bien el velo para que le cubra todo el cabello, hasta el último mechón, y esconde la parte inferior del rostro con una especie de mascarilla que deja al descubierto únicamente sus ojos. Es imprescindible para que la policía de los talibanes no la insulte, la detenga o le prohíba la entrada a su lugar de trabajo. Finalmente, se envuelve en un chador hasta los pies y sale de su casa, cuando las calles están prácticamente desiertas.
Maghfira tiene 26 años y es periodista en una radio local con contenido social y esencialmente dedicado a las mujeres, en una de las provincias del norte de Afganistán, una de las regiones del país, junto a Kabul, donde se tolera una ínfima presencia femenina en los medios de comunicación. La aplicación de los edictos de los talibanes en esta y otras cuestiones depende muchas veces de la interpretación de reglas que no son totalmente claras o del talante de autoridades locales y regionales. Pero en general, la presencia de las mujeres en el mundo laboral es cada día más pequeña, especialmente en trabajos en los que hay un contacto con el público, como es el periodismo.
Para Maghfira, ser periodista bajo el régimen de los talibanes es una forma silenciosa y peligrosa de resistencia. “Es extremadamente arriesgado, pero me apasiona este trabajo. No importa lo difícil que se ponga, no me rendiré”, explica la joven, que terminó la carrera de periodismo y comenzó a trabajar en prensa después de que los talibanes retomaran el poder en el país, en agosto de 2021.
Su trayecto al trabajo dura unos 45 minutos. Lo hace en taxis compartidos y finalmente caminando. Cualquier acto pequeño de su vida cotidiana es complicado, por ejemplo, elegir en qué coche se monta. Ella trata de no ser la única pasajera femenina, pero no siempre lo logra y ha tenido malas experiencias por ello.
“Hace dos días, cuando salí de la casa y me subí a un taxi, tres hombres estaban sentados en la parte de atrás, y yo me senté en la parte delantera. En un puesto de control, un talibán interrogó al conductor: ‘¿Por qué recogiste a esta mujer? ¿Dónde está su mahram (acompañante masculino)? ¿Cuál es tu relación con ella?’ Ni siquiera me dejaron hablar o explicar que trabajo en un medio de comunicación y necesito salir temprano de casa“, recuerda.
El talibán recordó al conductor que no puede recoger a una mujer sin su acompañante masculino porque así lo dice la ley y la hizo bajar del auto y esperar a otro en el que fueran mujeres.
Observada con lupaDesde su retorno al poder, los talibanes han publicado más de 100 edictos que reducen los derechos y la presencia de la mujer en la sociedad, comenzando por la prohibición de estudiar, una situación inédita en el mundo, y de trabajar en la mayoría de puestos, pasando por la imposibilidad de moverse solas en las calles, de expresarse libremente o de disfrutar del mínimo ocio. Por todo ello, la ONU considera que el régimen talibán ha instaurado un apartheid de género y una persecución contra las afganas.
Para Maghfira, el miedo no termina en la calle. La oficina es también una especie de prisión con reglas muy estrictas. “Si alguna vez me bajo la mascarilla debido al calor o si mi chador no se usa exactamente de la manera que esperan, el supervisor lo ve a través de la cámara de seguridad de la oficina e inmediatamente viene a reprochármelo, diciéndome que estoy siendo descuidada y poniéndome a mí misma y a los demás en peligro”, explica.
Informar es muy difícil, incluso con historias positivas, que son las únicas que podemos cubrir ahora. La gente tiene miedo de hablar. Si pudiera salir y encontrarme con las fuentes en persona, sería mucho más fácil
Maghfira, periodista afgana
A nadie se le permite bromear en directo durante un programa. Su voz, en el micrófono, debe sonar sin emoción, para que nada se malinterprete como una falta de respeto a los edictos talibanes o a los propios fundamentalistas. Maghfira se siente observada con lupa y mide cuidadosamente cada palabra y cada gesto.
Cada día, las reuniones de redacción son más bien sesiones de advertencias y de amenazas. “Cómo usar los velos, el chador... Se subraya que no podemos ni siquiera sonreír porque eso se puede notar en la voz. Hay que ser cautelosos con cada palabra para que no parezca crítica al Gobierno. También se nos dice que si mencionamos a los talibanes, debemos referirnos a ellos como muyahidines o combatientes. Y si alguien comete incluso un pequeño error, se le advierte inmediatamente de que no lo repita”, cuenta.
La risa está prohibida también cuando los micrófonos están cerrados. “Hoy, después de una larga mañana, nos sentamos cinco minutos para charlar y nos entró la risa”, recuerda la periodista. “El supervisor entró inmediatamente para regañarnos: ‘¿No les dije que no se rieran a carcajadas? Si alguien las escucha desde la calle, los talibanes podrían venir y cerrarnos mañana”, les dijo.
Antes de que empiece su programa, todo el guion es revisado minuciosamente y recibe el visto bueno del supervisor. “Antes, los programas de radio eran más amenos y populares y el público participaba de manera espontánea. Ahora, hablamos solo los presentadores. Es agotador para mí y para el oyente. Si se permite recibir llamadas, el control es total. Por ejemplo, si quien está al otro lado es un hombre, hay que colgar inmediatamente, sin despedirse. Algo totalmente irrespetuoso con nuestra audiencia”, narra.
El supervisor entró inmediatamente para regañarnos: ‘¿No les dije que no se rieran a carcajadas? Si alguien las escucha desde la calle, los talibanes podrían venir y cerrarnos mañana
Maghfira, periodista afgana
Lo mismo ocurre si la persona que llama hace una alusión a la educación de las niñas, prohibida por los fundamentalistas a partir de la primaria, o las restricciones que sufren las mujeres, cuyo espacio y presencia en la sociedad afgana se ha reducido a mínimos inimaginables. “Se corta la llamada, o se sube la música de repente y se acaba. Por eso yo prefiero no recibir llamadas. Es muy arriesgado. Así que en este momento, nuestra programación se pliega a los dictados de los talibanes y no a las necesidades de la gente”, zanja.
“Aguantaré”Cuando Maghfira entrevista a alguien, debe someter al visto bueno de su supervisor el nombre de la persona elegida y las preguntas. El editor le devuelve una versión editada que debe respetar. Tampoco puede salir de la oficina a entrevistar a nadie y debe realizar todo a distancia, generalmente a través de WhatsApp.
“Informar es muy difícil, incluso con historias positivas, que son las únicas que podemos cubrir ahora. La gente tiene miedo de hablar. Si pudiera salir y encontrarme con las fuentes en persona, sería mucho más fácil”, cita, diciendo que ese día intentó contactar a 15 personas y solo dos respondieron. Para su artículo necesita cuatro. “Mañana tengo que volver a intentarlo, pero si no lo logro, los supervisores me criticarán y me dirán: ‘¿Por qué pasas tantos días con una simple historia?’”, cita.
A primera hora de la tarde, la jornada laboral de Maghfira ha terminado, pero queda volver a casa. Las reglas siguen siendo estrictas: las chicas no pueden salir en grupo, sino una a una y dejando un tiempo entre una y otra, todas deben usar el velo facial que solo muestra los ojos y ninguna puede llevar el teléfono en la mano.
“No se nos permite salir juntas de la oficina porque piensan que podemos bromear y reírnos en el camino. Si alguien vinculado con los talibanes lo viera y nos asocia con la emisora, podrían cerrarla”, dice Maghfira.
Su madre espera ansiosa cada día su regreso. Todos en la familia la apoyan, pero no ocultan su preocupación. A veces su padre pregunta: “¿Ha ido todo bien hoy? ¿Alguien te dijo algo? ¿Te has metido en algún problema? “Aguantaré y seguiré luchando”, le responde Maghfira.
EL PAÍS