Donald J. Trump será el próximo presidente de Estados Unidos. Triunfo claro, abrumador, total del líder republicano, que anoche logró no sólo una victoria, sino luz verde y manos libres para cambiar Estados Unidos de arriba abajo. Los republicanos no sólo controlarán la Casa Blanca, tras lograr además el voto popular, sino que además han recuperado el control del Senado y acarician el de la Cámara de Representantes, lo que se une a una mayoría conservadora en el Tribunal Supremo, el mismo que en el mes de julio decretó que el presidente es inmune para prácticamente todo lo que haga en el cargo. Pocos han tenido tanto poder, y tantas ganas de revancha, en dos siglos y medio de historia de la república.
Ante unos fieles exultantes, Trump no ha dudado en clamar al conocer su victoria: "Esto es muy grande. Un movimiento como se había visto antes. El movimiento político más grande de todos los tiempos, que va a llegar a niveles nunca vistos. Vamos a sanar nuestro país. No descansaré hasta tener una América próspera y segura. Va a ser la era dorada de América".
El resultado de este 5 de noviembre es transformador para el país y la sociedad norteamericana, y trascendental para el resto del planeta. Para China, Oriente Próximo, para la Unión Europea, para una OTAN que tiembla, para Ucrania, cuyo futuro pinta desde ahora mucho más negro. Para Vladimir Putin, Viktor Orban y toda la derecha iliberal y autoritaria del planeta, a la que esta victoria inapelable da alas en un momento en el que el planeta está patas arriba. No sólo se ha impuesto un político, sino una cosmovisión: una forma de entender la política y las relaciones internacionales como juego de suma cero; la economía, como una guerra en la que Estados Unidos, como el Reino Unido de Palmerston, no tiene aliados, sino intereses permanentes.
Los norteamericanos llegaron a las urnas tras una campaña eterna y agresiva, con una sociedad partida, un ambiente polarizado y, sobre todo, una enorme tensión e incertidumbre. Las encuestas pronosticaban un empate perfecto, una victoria por la mínima, tanto a nivel nacional como en los siete estados decisivos. Se esperaba una larga noche, un recuento lento, un proceso de días o incluso semanas si todo acababa en los tribunales. Y nada más lejos de la realidad. Uno a uno, fueron cayendo todos del mismo lado. Primero Carolina del Norte, después Georgia, luego Pensilvania y el resto. Sin recuentos completados, pero con ventajas en todos.
Las encuestas, pastoreadas, no fueron capaces de anticipar la ola roja. Los analistas, con más deseo que cabeza fría, volvieron a minusvalorar su pegada, su voto oculto. Las motivaciones de un país que, objetivamente, no va mal, pero que ha comprado el mensaje apocalíptico y derrotista de su ex presidente, el primero de la historia que gana diciendo que EEUU es un gran contenedor de basura. Bill Clinton siempre lo ha advertido: "Americans prefer strong and wrong to weak and right". Los americanos prefieren a un líder que parezca fuerte aunque esté equivocado que a uno que lleve razón, pero parezca débil.
Antes de medianoche, la fiesta de Kamala Harris en Washington DC, en su alma mater, la Universidad de Howard, se apagaba hasta parecer un funeral. Kamala Harris, al igual que Hillary Clinton en 2016, decidió no comparecer y retrasar lo inevitable hasta la mañana, delegando en su jefe de campaña la tarea de informal a los hundidos seguidores.
Mientras, en Mar-a-Lago, la residencia de Trump en Florida, su círculo más cercano estallaba. Con él estaban Tucker Carlson, el ex presentador estrella de la cadena Fox, haciendo de animador. Elon Musk, el hombre más rico del mundo, que ha puesto más de 120 millones de dólares de su bolsillo para asegurar la victoria republicana, además de poner a su servicio la red social X, una de las plataformas más potentes del planeta. Y Dana White, promotor de las artes marciales mixtas y viejo amigo del multimillonario. También Rudy Giuliani, su abogado y amigo, arruinado ahora tras perder una demanda por difamación que le ha costado 148 millones de dólares de multa. Estaban sus hijos, por su puesto, y figuras internacionales como el británico Nigel Farage o un hijo del ex presidente brasileño Bolsonaro.
Hace cuatros años, Donald Trump perdió las elecciones y no aceptó el resultado. Su mensaje, en las últimas semanas, ha sido que su victoria sería arrolladora y que la única forma de perder sería si los demócratas hacían trampa, un fraude masivo. Agitó esa fantasma una vez más durante el recuento, sin ninguna prueba. Pero dio igual. El público estadounidense ha olvidado, perdonado o incluso apreciado sus insultos, condenas y amenazas, los bulos y mentiras constantes (a un nivel nunca antes visto), y que la gente que mejor lo conoce, los que trabajaron con él y vieron su forma de gobernar, dijera que es un "fascista", un "peligro", el "peor presidente de la historia".
No ha habido penalización por el Capitolio. Ni a su lado más oscuro, el que ha marcado las últimas semanas, hablando de un "enemigo interior" al que purgar, de usar al ejército, de revocar licencias de televisiones, de encarcelar a rivales, empezando por Joe Biden y Kamala Harris. Sus avisos de que impondrá aranceles por doquier, deportará a millones de personas y pondrá a un antivacunas al frente de Salud Pública. Hay un mecanismo psicológico que permite a sus aliados obviar las tropelías, como negarse a aceptar las derrotas o incitar a una marcha sobre el Capitolio. Y a sus partidarios para sostener, contra viento y marea, que no hará las cosas que dice que hará a pesar de que muchas ya las hizo. "América nos ha dado un mandato poderoso y sin precedentes, con el control del Senado. Hemos ganado todo ampliamente, el movimiento MAGA ha ganado", ha avisado."Dios salvó mi vida por una razón: para restaurar la grandeza de américa y vamos a cumplir esa misión juntos".
De fiesta a funeral
La derrota de Harris, la vicepresidenta que dio el salto en julio después de que el Partido Demócrata obligara a Joe Biden a hacerse a un lado, es demoledora y mucho más dura de lo que nadie esperaba. Empezó hablando del futuro, de unir al país, de oportunidades, pero cerró la campaña advirtiendo que venía el lobo. Y millones de americanos le han dicho que al lobo ya lo conocían perfectamente. Y que, pese a todo y pese a todos, no les da mucho miedo. Que están hartos y prefieren jugársela con quien consideran un mejor gestor económico antes que repetir cuatro años con las mismas recetas, por mucho que los indicadores macro sean buenos, mejores que cuando Trump se fue.
Se hablará en los próximos días, con crueldad probablemente, de su falta de carisma o personalidad, de que nadie la conocía, mientras que Trump lleva nueve años siendo una presencia permanente en los hogares de todo el país. De que no logró entusiasmar a los afroamericanos, a pesar de que más del 85% ha optado por ella. De que no tenía un programa claro, de que era demasiado vaga en sus intervenciones, de que no ha logrado desprenderse de su fama de veleta. Del odio de los árabes americanos, que han optado por no respaldarla por su complicidad con Israel en la guerra en Gaza y el Líbano. De que el partido siempre supo que una mujer negra no podía vencer a Trump y por eso nunca creyeron en ella para reeditar la coalición exitosa de 2020.
Y se hablará de Trump y su campaña, brillantemente ejecutada; de su discurso y de cómo (a pesar de celebrar este martes esa "era dorada" que anticipa) ha convencido a millones de personas de que el futuro no es brillante, de que lo que les rodea se hunde y está en decadencia por los valores que Harris y su partido representan. Por la inmigración, las minorías, la causa identitaria, el libre comercio, el feminismo, la ecología, por la ayuda a Ucrania o el multilateralismo o lo que llaman globalismo. Por una forma de entender el mundo que América ya no parece compartir.