Una procesión de niños en camino a la destrucción.
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En el Liceo Spinoza de Ámsterdam, el profesor de historia Cees Koole había montado una exposición sobre los treinta y nueve estudiantes judíos que fueron expulsados de la escuela durante la Segunda Guerra Mundial y tuvieron que ir al Liceo Judío fundado por los alemanes. Casi la mitad de ellos, siete de los cuales conozco, sobrevivirían a la guerra escondidos. Maurits van Witsen, el tío de mi esposa, es uno de ellos, ahora tiene 97 años.
Tan lúcido como siempre, recordó los dos años que pasó en aquel Liceo judío, antes de la inauguración de la exposición. Él disfrutaba allí, sacaba buenas notas y se burlaba de los profesores en el periódico escolar. Sin embargo, su profesor de historia, Jaap Meijer, lo volvió loco y quería convertir a sus estudiantes al sionismo. En un momento dado, se cansaron y amenazaron con tirarse todos al río Amstel y bautizarse como cristianos. El tío Maurits también contó cómo un día a él y a su hermana mayor Judith ya no les permitieron ir a la escuela en bicicleta o en tranvía, sino que tuvieron que caminar desde el sur de Ámsterdam hasta el otro extremo de la ciudad. Durante esa larga caminata, cada vez se les unieron más compañeros de sufrimiento. Esa imagen cinematográfica de esa procesión de niños nunca me dejará en paz. Y mi imaginación al respecto se vio fortalecida por el libro recientemente publicado Still Storm de Peter Handke.
Esta obra del escritor austríaco, bellamente traducida por Miek Zwamborn, se lee como una combinación de obra de teatro, novela y juego de lenguaje. El narrador se sienta en un banco sobre el páramo y deja pasar a toda su familia muerta: su madre, sus tres hermanos, su hermana y sus abuelos, sencillos campesinos eslovenos en el campo de Carintia. Durante la Segunda Guerra Mundial, los hermanos fueron reclutados por la Wehrmacht y lucharon contra los partisanos eslovenos al otro lado de la frontera. Uno de ellos muere en Rusia, el otro en Yugoslavia, el tercero deserta y se une a los partisanos, como su hermana, y desaparece en el bosque.
El narrador, que ahora es mayor que sus abuelos, es el único que todavía recuerda a sus familiares. Los sueña y los recuerda. Ellos mismos preferirían no hacerlo, porque entonces se sentirían responsables ante alguien que ha escapado de su mundo. Pero como no hay nadie más, de todos modos lo invitan a la "foto familiar".
Su madre soltera deberá entonces quedar embarazada de él. No de un esloveno, sino de un soldado alemán, el enemigo, al que nunca volvió a ver después de aquella noche. Su hijo es el futuro narrador, quien siempre se sentirá como un extraño. No en vano habla alemán de forma diferente a sus parientes. O como dice su madre cuando se reencuentran después de su muerte: “Hijo mío, que nunca pertenecerías a nuestra familia, a nuestro clan, tú, huérfano de padre, que buscas en tus antepasados un sustituto, apoyo y luz”.
Los eslovenos austríacos se consideran un pueblo sufriente. El abuelo no encuentra nada trágico en ello. «La tragedia exige que hayas tomado acción», afirma. Y eso nunca ha sido así. Más bien habría que hablar de antitrágico. En ese momento vi de repente aquella procesión de niños judíos pasando camino a la escuela y me di cuenta de lo grande que era su tragedia. También porque casi nadie los defendió.
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