Antecedentes estadounidenses de la guerra de Trump contra los inmigrantes

Ya se sabe que de Donald Trump se puede esperar cualquier cosa, por muy disparatada o sorprendente que pueda parecer. No contento con movilizar a la Guardia Nacional en contra de los inmigrantes o con enviar a los detenidos atrapados en despiadadas redadas a penar en cárceles en El Salvador, amén de encerrarlos en Guantánamo u ordenar la reapertura de la infame prisión de Alcatraz en la bahía de San Francisco, su última ocurrencia consiste en inaugurar entre sonrisas y bromas, a principios de este mes de julio, Alligator Alcatraz.
Si Trump es capaz de ver en una devastada Gaza la oportunidad para construir sobre las ruinas y los miles de cadáveres un resort, un parque temático al estilo de Las Vegas o Benidorm, no es de extrañar que se entusiasme al inaugurar un nuevo centro de detención de inmigrantes en un antiguo aeródromo en los Everglades de Florida, que ya se conoce como Alligator Alcartaz y que está rodeado de pantanos infestados de hambrientos y feroces caimanes y serpientes.
Con capacidad para 5.000 detenidos, éstos dormirán en literas dentro de tiendas de campaña en las que no faltarán jaulas, se supone que para los más rebeldes. Además de genial, piensa Trump, es una idea que requiere de muy poca inversión, puesto que evita la costosa construcción de edificios y que, en vez de centenares de funcionarios de prisión, será vigilado las 24 horas por patrullas de caimanes, serpientes y toda clase de horripilantes depredadores.
Ahora bien, lo único que hace Trump es seguir la línea trazada por sus predecesores en la Casa Blanca, a quienes, fuesen republicanos o demócratas, no les temblaron la mano a la hora de encerrar a cualquier persona que se consideraba un enemigo de la nación, lo que no excluía ni mucho menos a disidentes nacionales, empezando por sindicalistas que, en cualquier momento, al igual que los inmigrantes, podían ser considerados traidores a la patria.
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Al declarar el presidente Woodrow Wilson en 1917 la guerra contra Alemania había en Estados Unidos unos nueve millones de cuidadnos alemanes de primera o segunda generación, amén de 4,5 millones de irlandeses, que de la noche a la mañana se convirtieron en sospechosos, ya que se dudaba de su lealtad a la hora de luchar con los aliados británicos. Pero también fueron estigmatizados los cientos de miles de socialistas y sindicalistas opuestos a la guerra.
Se desató una desenfrenada persecución popular contra todo lo alemán. Muchos de sus comercios fueron asaltados y hubo linchamientos. No fueron pocos los que, en vista de futuros ataques, se apresuraron en anglicanizar sus nombres y apellidos.
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También se procedió a la clausura, es decir, censura de cualquier medio de comunicación sospechoso, en su mayoría de ideología izquierdista y en lenguas extranjeras. La revolución bolchevique aún en curso provocaba incluso más pavor que los salvajes guerreros teutones. Pero tampoco hay que olvidar que nunca faltaba un trasfondo marcadamente antisemita. En fin, durante la segunda presidencia de Wilson, ser disidente le convertía a uno en traidor.
Al declarar Estados Unidos la guerra contra Alemania y Japón en 1941 tras la destrucción de Pearl Harbor perpetrada por los nipones, de la noche a la mañana fueron los japoneses de primera y segunda generación los que se convirtieron en sospechosos enemigos de la patria. En 1942, el presidente Roosevelt ordenó por decreto que más de 110.000 resientes japoneses, en su mayoría ciudadanos estadounidenses y nada sospechosos, fuesen internados en campos de internamiento ubicados en remotos parajes desérticos al oeste del país.
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¿Más ejemplos? La caza de brujas durante los oscuros años del macartismo o, tras los atentados del 11-S, que el presidente George W. Bush autorizara, también por decreto, la persecución -que incluía la encarcelamiento y tortura- de cualquier sospechoso de ser enemigo de la patria.
Y ahora está Trump, que, entre otras cosas, no es más que un tradicionista, eso sí, con antepasados alemanes.
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