Fabio Morábito: de Italia a México sin perder vuelo

"Escribo prosa mientras junto/ valor para los versos,/ escribo prosa para que los versos/ se escriban casi solos”, dice Fabio Morábito en A cada cual su cielo, y lo cierto es que junto a sus cuentos, novelas y misceláneas, su labor como poeta ocupa un lugar central en su obra. Un náufrago jamás se seca es una edición aumentada de la publicada en 2011, y reúne cuatro décadas y seis volúmenes, desde Los lotes baldíos, de mediados de los años 80 hasta Canción segunda, de 2024.
Nacido en Alejandría, hijo de padres italianos, Morábito vivió hasta los 15 años en Milán, y luego se trasladó con su familia a México, donde se asentó definitivamente. Este cambio de patria y de lengua en una edad tan decisiva signó su obra. En adelante adoptó el español como lengua literaria.
Coloquial, urbana casi siempre, la aparente sencillez de su poesía es un prodigio de precisión y de equilibrio, de aguda inteligencia. Hecha de versos muchas veces medidos y otras no, proferidos por un sujeto discreto que prefiere observar a ser partícipe, los poemas se erigen como pequeños bloques asentados en un sentido oblicuo, como esos edificios de paredes delgadas a los que muchas veces refiere.
Mirar con ojos nuevos cosas cotidianas y pedestres, asuntos sin prestigio que revelen sentidos olvidados, no por herméticos o extraños, sino por inmediatos, por poco llamativos o mal disimulados. No hay adorno ni pretensión de profundidad, hay el fluir cuidado de una voz que explora lo presente, lo oculto en lo evidente. El modo de dar cuenta es restando atributos, eludiendo retóricas, rodeando las cuestiones hasta dar con un tipo de verdad lingüística. Baldíos, moscas, latas de cerveza, coches que arrancan, una madre que maneja por primera y última vez, ciudades que se viven o se dejan atrás, la nostalgia que habita la poesía de Morábito no es por algo perdido, sino por eso que no tiene mediación, algo más bien ajeno al trabajo intelectual con las palabras, al sujeto “educado por/ periódicos y libros”.
Producir algo cierto y concreto, como hace el albañil que construye edificios, que al final de su día merezca el descanso de quien hizo algo sólido. Como pasa en sus cuentos y novelas, en los poemas está la vocación por abordar pequeñas anomalías, desacomodamientos de la vida diaria, esas capaces de abrir una grieta o cambiar radicalmente una perspectiva: una mesa que cruje, el zumbido de un purificador de aire, un clavo en la pared, perder un vuelo de avión.
La atención a los lugares en donde las acciones acontecen es primordial para ese sujeto que piensa a medida que observa. Conciencia de lo que hay detrás de la fachada y lo compuesto, como el baño de ese viejo restaurante que llama la atención por el caño que se hunde en el cemento, que permite intuir la red de cañerías, la sensación de que “en todo hay un abajo, / un atrás de, un fondo”.
El uso de símiles para hablar de la escritura es otro de los recursos a los que Morábito gusta de echar mano: escribir se vincula a comer y digerir, los dientes a las palabras que muerden, las fallas tectónicas al estilo, la estrechez de una casa rodante donde todo se comprime y transforma en otra cosa remite al trabajo artesanal con el poema.
Siendo que un hombre feliz no escribiría, “¿para qué pierdo mi tiempo escribiendo?”, se pregunta quien ostenta una doble extranjería, “la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla”. Quizá unos versos de este libro abierto y contundente puedan resumir la actitud que condensa su poesía: “Lo mío no es el hecho,/ sino su pálido reflejo;/ no la cosa, sino los ojos que la han visto”.
Un náufrago jamás se seca, Fabio Morábito. Gog & Magog, 218 págs.
Clarin