Hermann Bellinghausen: Desfile de generales

Hermann Bellinghausen
L
a estirpe se tiende como larga serpiente sobre las arrugadas líneas de los mapas de siglos pasados. Lo viejo sorprende, llegado el caso. Lo dado por hecho rompe el tedio rescatando episodios y exhumando secretos. Así me vi un día que revisaba los anales de mi estirpe reaccionaria, aunque patriótica y heroica. Mis generales.
Unos en Renania, otros en Zacatecas, saltaron al ruedo de la fuerza, generación tras generación, montón de gente de armas, ingenieros, arquitectos y médicos militares. Mi padre, capitán toda mi vida, llegó a mayor en su retiro. Un tatarabuelo materno fue el comandante de las tropas porfiristas y otro antepasado comandó la fuerza aérea alemana, antes de que los nazis hicieran de la Lüftwaffe sinónimo del mal y la muerte. Un día se me ocurrió mencionarlo frente a mis amigos rojísimos italianos cantores de Bella ciao, sólo para ganarme puyas y jodiendas bien merecidas.
El asunto viene de lejos. No se rían, pero inicia con Barbarroja durante sus campañas italianas para presionar al papa y se afirma tras la batalla de Iconium contra las tropas de Saladino. Tristemente, el emperador del Sacro Imperio Germánico se ahogó nadando en un río de Anatolia. Al mítico primer antepasado, Barbarroja lo armó caballero por su ferocidad, bajo el título de Bellicosa (el chiste se traduce solo). Sus descendientes participarían en la edificación de la catedral de Colonia, de lo cual se conserva registro en la propia catedral.
Entre lo poco que sé en adelante, hubo un par de violentas escisiones familiares a causa de Lutero que hasta cambiaron de nombre (Bellingrath y Bellingross). Para el siglo XIX, mis ancestros renanos y zacatecanos compartieron el honor de combatir a los franceses en ambos lados del Atlántico; acá durante las intervenciones imperialista y allá en la guerra franco-prusiana. A mi joven tatarabuelo Manuel González Cosío los invasores se lo llevaron preso a París y mejoró su francés.
A manera de interludio: Fabian von Bellingshausen, vicealmirante al servicio del zar de origen alemán Alejandro I, tuvo a bien ser el primero en cruzar el Círculo Polar Antártico en 1820 y bautizar el mar de Bellingshausen (la “s”, cortesía de la rusificación). Se distinguiría en la guerra ruso-otomana de 1828 y sería gobernador de Kronstadt. Dejó un par de libros: las memorias de su vuelta alrededor del mundo (1831) y otro que se titula El modo de hacer puntería en el mar.
La Marcha de Zacatecas, distintiva de las Fuerzas Armadas, es obra de Genaro Codina, tío materno de mi tatarabuela Luz Acosta. El otro tatarabuelo, Mariano López, casó en Tlaltenango con Francisca Sánchez Román, hija de una familia que guerreó contra el Segundo Imperio, compuesta por los hermanos Joaquín, Ramón, Jesús y el coronel José María, que dio su nombre a unos puros finos.
Las glorias marciales de choznos y etcétera se extinguieron durante el primer cuarto del siglo XX. Tras la Revolución Mexicana y la Primera Guerra Mundial los arrastró el viento de la historia junto con don Porfirio, el káiser Guillermo II y el mariscal Von Hindenburg. Siguió habiendo soldados allá, presumo, pero no generales, hasta no quedar nadie con insignias, medallas ni charreteras, lejos del rugir del cañón y las exaltadas fanfarrias.
De los alemanes pierdo el rastro, con alivio, antes del Tercer Reich. De los mexicanos puedo decir que pasada la Revolución hubo militares pacíficos y constructivos, ingenieros y médicos. El servicio militar lo hice a regañadientes y con el plazo vencido, mereciendo en mi cartilla liberada el sello de “remiso”. Como “marché” entre obreros consentidos por el régimen (o al menos por el capitán a cargo), ni siquiera tuve que cortarme la greña y pasé revista en el Campo Militar Número 1 jugando futbol, corriendo en pista o sencillamente haciéndome pato.
Crecí a tres cuadras de la avenida Ejército Nacional, donde choqué en dos ocasiones, y deduje cierta maldición. Por ahí vi bajar los tanques el 2 de octubre de 1968. Es la fecha que evito circularla, sólo la cruzo. En ella vivieron mis abuelos maternos, en la Anzures, y con el tiempo se estableció en Polanco el hospital de la Cruz Roja Mexicana, fundada hacia 1910 por mi bisabuela Luz, hija de gran general. Su misión era atender al Ejército Nacional.
Un eco de esa inusual simbiosis lo encontré en Chiapas en 1994, cuando, al alzamiento armado de los zapatistas, la Cruz Roja Mexicana operó como apéndice del Ejército federal. La única garantía de neutralidad dependía del Comité Internacional de la institución. Como advertía, en plural, mi director Carlos Payán, esos años fuimos “objetivo” de inteligencia militar. En los cuarteles de la selva me obligaban a bajar del vehículo y hacer plática al general a cargo para sopearme o nomás ponerme nervioso.
A eso de mis 6 años yo también tuve cargo. Mi padre me traía de su “mascota”. Lo acompañaba a las prácticas de sus conscriptos a un lado del Hospital Militar y a un campo de tiro que quedaba por ahí. Me puso uniforme y me designó su “Jefe de Estado Menor”, el grado más alto en mi carrera militar. Conservo la credencial que pergeñó mi jefe, con todo y uniforme. El resto de su vida así me llamó cariñosamente.
jornada