Elena Poniatowska: Un recuerdo amoroso de Julio Cortázar

E
n mi vida, conocer y tratar a Julio Cortázar fue un gran acontecimiento. Y no puedo evitar festejar su próximo cumpleaños y pensar que, si estuviera entre nosotros, nos sentaríamos a celebrar sus 111 años de vida. Por desgracia, nadie vive cien años y nadie resucita, pero los grandes hombres, los escritores de su talla, dejan una huella indeleble.
Julio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en Bruselas. Yo lo visité por primera vez en París en 1955, acompañada por una tarjeta de presentación de Carlos Fuentes. Verlo en su departamento con su mujer, Carol, fue un regalo de la vida. Feliz, Julio vivía con la escritora Carol Dunlop, con quien hice buenas migas, aunque por desgracia no habría yo de volver a verla.
En 1954, Carlos Fuentes me dio una tarjeta suya (de esas pequeñas que se llaman “de visita”) para tocar a la puerta del edificio de departamentos en París de Julio Cortázar. Entonces Julio había publicado Bestiario. La tarjeta era tan cariñosa que, en vez de dársela al gran escritor (más francés que argentino), la atesoré porque decía: “Trátala con cariño que es mi persona”. No hice pregunta alguna porque él me trató con cariño, como a una amiga, y se nos olvidó la entrevista. La haría años más tarde en México con mi gran amiga y compañera de trabajo, mi inolvidable amiga y la de Carlos Monsiváis, Margarita García Flores, quien hacía encuentros radiofónicas notables en Radio UNAM y, sobre todo, entrevistas muy superiores a las mías, ya que además de su programa en Radio Universidad y sus publicaciones en la Revista de la Universidad y la Gaceta –que también dirigía– era una de las mandamases, preparaba a fondo sus preguntas y era evidente su conocimiento de causa, tan evidente que llegó a ser la directora de Prensa de la Revista de la Universidad y publicó una compilación de sus excelentes entrevistas.
Además de visitar en París a Julio Cortázar, lo encontré de nuevo en el Hotel del Prado en la Ciudad de México cuando encabezó el Tribunal Russell que juzgaba los crímenes cometidos por Pinochet en Chile. El tribunal sesionaba en el Salón de los Candiles, que casi desaparece con todo y hotel y sobre todo el mural de Diego Rivera durante el terremoto de 1985.
A Julio lo entrevisté con Margarita García Flores, quien lo hizo infinitamente mejor que yo, y años más tarde cené con él, con Marie Jo y Octavio Paz en México. En París platicamos en su departamento en la Place du General Beuret número 9, ya casado con Carol Dunlop. El hechizo de esa tarde en estado de gracia aún permanece entre los momentos más felices de mi vida y aún me duele porque Carol habría de morir muy joven. También, para nuestra tristeza, Julio habría de seguirla poco tiempo después.
Cortázar era miembro activo de Amnistía Internacional, asociaciones de derechos humanos, frentes democráticos de defensa del pueblo y de liberación nacional, así como otras causas ligadas con el descontento y el sufrimiento de los pueblos de América Latina como el de El Salvador, el de Nicaragua y el de Cuba. Ya para entonces, los críticos de literatura de América Latina habían declarado que Rayuela es para Latinoamérica lo que el Ulises, de James Joyce, a Irlanda y Escocia, y la figura entrañable de un Cortázar alto y comprometido se había convertido en personaje central de la cultura y el humanismo de nuestro continente.
En aquella época, Antonioni ya había filmado Blow Up, basado en el cuento “Las barbas del diablo”, de Cortázar.
A mis 93 años pienso en Carlos Fuentes y su vitalidad; en Gabriel García Márquez y sus mariposas amarillas y recuerdo con especial devoción a Julio Cortázar y, quien el 26 de agosto de este año habría cumplido 111 años. Ya todos se fueron, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, incluso recuerdo con frecuencia la risa de Mario Vargas Llosa, quien era el más joven.
La pasión que Julio Cortázar le profesaba a los diccionarios me hace pensar en el inmenso cariño que yo le tengo a un viejo diccionario de sinónimos que ha sido mi salvación desde que mi hija Paula lo dejó en su recámara al mudarse a Mérida, Yucatán.
–Siempre me suceden cosas extrañas –me explicó Julio Cortázar en la editorial Siglo XXI en México–. Recuerdo a una señora efusiva que me persiguió para felicitarme: “¡Me encantan sus cuentos y a mi hijo también! ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje central se llame Harry el Aceitoso?” Supongo que mi lectora quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado en escribir un cuento sobre Harry el Aceitoso.
–¿Y en qué otras tentaciones caes?
–En muchas.
En aquella ocasión rió y sus dientes, los dos de enfrente separados, parecían los de un niño si no estuvieran manchados de nicotina, diría que eran de leche. Si lo pienso bien, todo Julio era de leche, era alimenticio, era bueno, calentaba el alma y se dejaba beber por cuántos se le acercaban. No guardaba una sola distancia, nada había en él de vedete, jamás se burlaba de sus interlocutores, asumía nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Era imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundaban de cartas.
–¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Ese tipo de preguntas interesan muchísimo a todas tus enamoradas que son legiones en México!

▲ El escritor argentino Julio Cortázar –quien el martes cumpliría 111 años– en París cuando recibió el Premio Médicis por su obra El libro de Manuel, en 1974.Foto Afp
–Los recuerdos de la infancia y de la adolescencia son engañosos. ¿Tentaciones? Yo me sentí mal de niño.
–¿Por qué?
–Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional que me convertía en la víctima natural de mis compañeros de escuela más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás. Lo cuento en La vuelta al día en ochenta mundos, y entusiasmado se lo presté a mi mejor amigo, y me lo tiró a la cara: “No, esto es demasiado fantástico”, dijo.
–¿Y tú nunca tuviste deseos de ser científico, descubrir el por qué de las cosas?
–No. Tuve deseos de ser marino. Leí a Julio Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes: embarcarme, llegar al Polo Norte, chocar contra los glaciares. Pero, ya ves –deja caer las manos–, no fui marino, fui maestro.
–Entonces, ¿tu infancia fue cruel?
–No, cruel no. Fui un niño muy querido e incluso esos mismos compañeros, que no aceptaban mi visión del mundo, sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba yo desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los 12 años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.
–¿No te dio seguridad ser tan alto?
–No, porque se burlan de los altos.
–Yo creía que ser alto da mucha seguridad.
–Pues estás equivocada –se anima–. Hay un cuento que me proyecta mucho: “Los venenos”. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido; este cuento, “Los venenos”, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban y por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los 9 años.
–Julio, tú siempre describes niños, adolescentes entrañables y sobre todo sufrientes.
–De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños. No he tenido hijos, pero amo profundamente a los pequeños. Creo que soy muy infantil en el sentido en que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos, muy buena. Los que sí no me gustan nada son los bebés, no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.
–Creo que los niños de tus cuentos conmueven porque son auténticos.
–Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de “La señorita Cora”, la situación de ese adolescente enfermo yo la viví y, como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los 16 años, cuando consideraba que muchachas de 18, 20 años, eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible.
“La señorita Cora” es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces, el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.
–¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?
–Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; yo siento un gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.
–De esa fijación tuya en la infancia, ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes, etcétera?
–Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como me fascinaron las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse Ilustrado lo olía, tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo, Elena, un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: “¿Qué le encuentras a un diccionario?”. Para mí los diccionarios lo fueron todo y todavía los amo, los compro o los busco en las librerías de viejo en París a lo largo de los márgenes del Sena”.
El martes Julio Cortázar cumpliría 111 años y somos muchas magas quienes extrañamos no sólo Rayuela, su Libro de Manuel, sus visitas a la Siglo XXI Editores cuando la dirigía Arnaldo Orfila Reynal, argentino como él. Además de su gran obra, Cortázar se ha quedado en mi corazón y extraño no sólo sus libros, sino su compromiso social y la grandez de su vida en dos grandes continentes que supo cobijar con su escritura: América y Europa.
jornada