¿Nuestra buena fortuna se acaba?

Ahora que no hay fútbol aquí en Europa, o nada que valga la pena, dedico la mayor parte de mi vida televisiva a YouTube. Aparte de los obligatorios vídeos de gatos y perros y bebés, o de leones peleándose con cocodrilos, disfruto viendo antiguas entrevistas con eruditos como Groucho Marx, Diego Maradona, Brigitte Bardot (muy recomendable), Carl Jung, Hannah Arendt o Bertrand Russell.
Lo que más me ha llamado la atención esta semana, por lo relevante que parece ser para nuestros tiempos, es una entrevista que la BBC le hizo a Eric Hobsbawm en Londres en el 2002. Si por casualidad hubiese algún lector de esta columna que no se considera un rojo (o “un zurdo de mierda”, como decimos en Argentina), les explico que Hobsbawm fue un historiador marxista del siglo XX que disfruta de la misma condición de ídolo para la izquierda intelectual que Taylor Swift para las teenagers de todo Occidente.
El problema para la izquierda intelectual es que el ídolo finalmente renunció a su fe. Antes de explicar por qué –la esencia de la entrevista– un breve resumen biográfico. Hobsbawm, de padre inglés y madre austríaca, nació en Alejandría en 1912, se crió en Viena y se mudó a Berlín, donde se convirtió al comunismo, la alternativa era Adolf Hitler. Huyó a Londres en 1933 y hasta su muerte en el 2012, a los 95 años, escribió infinidad de libros, entre ellos su magistral Historia del siglo XX, 1914-1991 (Age of Extremes).
“Usted fue durante casi toda su vida un miembro del Partido Comunista pero, en todos los lugares donde se aplicó el comunismo en el siglo XX, fracasó”, le propuso el entrevistador. “¿Fue un error lo suyo?”.

“Mi compromiso con la causa de los pobres no fue un error”, respondió Hobsbawm. “Pero creo que la solución con la que dimos fue, digamos, turbia. Pensé durante un tiempo que se debía sencillamente al hecho histórico de que el comunismo triunfó primero en países bárbaros. No hay duda de que eso logró que todo resultara mucho peor. Si Rusia no hubiera sido el primero estoy seguro de que el comunismo no hubiera sido ni remotamente tan bárbaro”.
“Dicho esto, ya no me puedo llamar un comunista porque el momento para ese proyecto pasó. Sin embargo, creo que vivimos en una sociedad que no es justa, por más que sea tolerable, incluso rica. Vivimos en una época afortunada, muy afortunada, en una parte afortunada del mundo, pero sigo creyendo que no debemos olvidar a los demás”.
¿Por qué se hizo comunista? “Alemania a principios de los años treinta fue un lugar y una época en la que no solo sabías que estabas a bordo del T itanic, sabías que ibas a chocar contra el iceberg. Admito que si hubiese pensado solo en el destino de Alemania, quizá me hubiera vuelto nazi. Lo que sí sabía era que la socialdemocracia liberal no era una opción. Había fracasado”.
Hobsbawm describía Rusia como un país bárbaro; hoy se suman a ello sus aspiraciones imperialistas¿Por qué insistió en seguir con el comunismo después de trasladarse a Inglaterra? “Queríamos cambiar el mundo. Quería rendir homenaje a una causa que era una buena causa, una gran causa, pese a Stalin y la Unión Soviética. Estaba a favor de los pobres contra los ricos, y de eso no me arrepiento”.
¿Qué siente cuando ve que todo aquello en lo que creyó fracasó y cuando contempla que hoy solo queda un gran y única potencia capitalista? “Me gusta Estados Unidos. He trabajado allá. Es, en cierto sentido, un agradable país, aunque tiene sus inconvenientes. Pero, como viejo antiimperialista que soy, la idea de un imperio mundial único me preocupa”.
“Durante casi 50 años hubo dos imperios mundiales que se controlaban mutuamente. Uno era más agradable para vivir, el otro menos, pero ejercían esta útil función equilibrante. Mi duda es que el mundo es demasiado grande y demasiado complicado para que se dirija únicamente desde Washington”.
Hay una similitud entre el ascenso del nazismo y el de la extrema derecha hoy, con un Trump aspirante a ‘Führer’Aquí acaba mi resumen de la entrevista de Eric Hobsbawm en el 2002. Me llama la atención por las reflexiones a las que nos conduce hoy, 23 largos años después.
Primero, la descripción que hace Hobsbawm, conocedor de la historia rusa como pocos, de Rusia como un país “bárbaro”. Dada su mención de Stalin, podemos razonablemente suponer que se refería al mínimo valor que se da y se ha dado a la vida humana en aquel país. Digo que “se da” –tiempo presente– porque hoy la dictadura de Vladímir Putin está rehabilitando la figura de Stalin, con la que Putin no duda en identificarse. En el contexto de la guerra en Ucrania, al barbarismo de Rusia podemos sumar sus actuales aspiraciones imperialistas.
Segundo, se habla mucho de la similitud histórica entre el ascenso del nazismo en los años treinta del siglo pasado y el ascenso hoy de la extrema derecha, en particular el del aspirante a Führer Donald Trump. Ante la incertidumbre, por no decir incipiente caos, que esta tendencia está provocando, resuena aquello que dijo Hobsbawm de no solo estar a bordo del Titanic sino de sentir que chocar contra el iceberg es inevitable. También oímos un eco de los recuerdos que Hobsbawm tiene de su juventud alemana en la temerosa impotencia de la socialdemocracia liberal de la Unión Europea frente al fascistoide régimen norteamericano. La diferencia con aquella época es que la izquierda radical como contrapeso apenas existe.
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Tercero, el sueño de Putin de recuperar el poderío mundial que tenía Rusia en la época soviética podría tener su irónica utilidad, aquella a la que se refería Hobsbawm sobre el equilibrio de fuerzas que hubo cuando había no una, sino dos superpotencias. El poder desorbitado de Estados Unidos representa un peligro para “un mundo demasiado grande y demasiado complicado”, especialmente cuando ese poder se concentra como nunca desde tiempos de George Washington en la figura de una persona no solo absurdamente narcisista, sino dotada de una muy limitada capacidad cerebral.
Finalmente, es difícil evitar la conclusión de que, si a principios del siglo XXI Hobsbawm lamentaba el fracaso de su proyecto, hoy se pondría a llorar. El ideal, o lo que él llama “la gran causa” de los pobres, no ha estado más lejos de hacerse realidad, no ha estado más distante de las prioridades de los que mandan en el mundo, desde hace por lo menos cien años.
Hay una cosa que no ha cambiado. Seguimos siendo afortunados los que vivimos en los países afortunados. ¿Pero hasta cuándo?
lavanguardia