La emoción política de un librepensador

Cuando alguien a quien queremos se muere, nos invade un profundo dolor. Sentimos que nos quedamos más solos. Ese es el sentimiento que albergo ahora cuando escribo algo que no quería escribir. Habría dado lo que fuera para no tener que hacerlo: mi despedida final a Javier Lambán, expresidente del Gobierno de Aragón.
Él sabía desde hacía tiempo que su vida se estaba agotando. Los demás también, pero fingíamos ignorarlo. Quizás confiábamos ingenuamente en un golpe de suerte, en una sorpresa, en una última esperanza que restableciera su salud, pero no fue así.
Murió como vivió. Afrontó su final con discreción, con naturalidad, con la misma entereza y coraje que había demostrado a lo largo de su vida. Y murió con las botas puestas. Pese a conocer la gravedad de sus dolencias, que le llevaron a un visible deterioro físico al que él mismo no daba importancia, siguió hasta el último suspiro concediendo entrevistas, publicando artículos —el último lo envió a HERALDO pocos días antes de morir— y participando en las redes sociales con su habitual franqueza y claridad. Su ánimo era admirable.
Recuerdo nuestras fuertes y enconadas discusiones. Las relaciones que mantuve como editor independiente de prensa con un político de la envergadura y la responsabilidad de Javier no siempre resultaron fáciles. Eran las clásicas relaciones tormentosas entre Prensa y Poder. Él ejercía como socialista y yo como liberal. Defendíamos nuestras ideas con vehemencia y a veces hasta de forma provocativa, pero siempre prevalecieron entre nosotros una enorme consideración, cariño y lealtad. Y me sentía a la vez muy orgulloso como aragonés de ver en otros editores de nuestro país, incluso en políticos de distinta ideología a la de Javier, el afecto y reconocimiento que le tenían por su nobleza, coherencia y valentía.
A pesar de nuestras diferencias y de venir de mundos distintos, compartíamos el respeto y la admiración a la Transición democrática, ese prodigio político que permitió a España consolidar un Estado de derecho cimentado en la Constitución de 1978, sin duda la mejor que ha tenido nuestro país en toda su historia. Esta Ley Fundamental nos unía a ambos sin fisuras porque consagraba los derechos y libertades de los españoles, fortalecía la unidad de España, la igualdad entre sus ciudadanos, asentaba la Monarquía parlamentaria, apostaba por la solidaridad nacional y la convivencia y establecía una clara división de poderes.
Fue presidente de Aragón durante ocho años. Seguramente, los mejores de su vida política, aunque también los más espinosos; pero esto encajaba con su personalidad vehemente y apasionada. Mientras otros compañeros prefirieron la sumisión en vez de la discusión, el silencio en lugar del debate o la obediencia donde cabía pensamiento crítico, Javier, un historiador culto y un librepensador en estado puro, no se doblegó y siempre dijo lo que pensaba.
Se mostró desde el principio intransigente y duro; por ejemplo, contra la amnistía concedida a los golpistas catalanes, contra los pactos alcanzados con los independentistas de Cataluña y con Bildu por mera ambición de poder o contra la nueva financiación singular para nuestra comunidad vecina. Y lo hizo porque sabía que dañaban el núcleo esencial de la Constitución y, por tanto, la convivencia y armonía entre españoles.
Como socialdemócrata auténtico que era, añoraba a ese PSOE responsable que hizo posible la Transición, y no se encontraba cómodo con la deriva de la cúpula actual del partido a la que acusaba de anteponer los intereses partidistas a los del Estado. Sentía que ya no se podía disentir, ni discutir ni opinar en contra del argumentario oficial y del pensamiento único. Pero Javier, ni por carácter, ni por formación, ni por trayectoria, ni por principios estaba dispuesto a asumir esta situación. Fue siempre un hombre fiel a sus valores. Esa era una de sus principales virtudes y no iba a renunciar a ella al final de su vida.
Lo decía Unamuno: "Yo no he cambiado. Los que han cambiado han sido todos ustedes". Era exactamente así. Un hombre que ejerció la tolerancia y el respeto durante toda su existencia. Un hombre que hizo de la lealtad institucional una de sus principales banderas políticas. Se declaraba republicano puro, pero por esa fidelidad, que tanto se echa de menos en otras comunidades autónomas, fue capaz de darse cuenta del papel tan fundamental que para nuestra democracia desempeña la Monarquía parlamentaria; y llegó a trabar una buena amistad con el rey Felipe VI, con quien solía mantener contactos periódicos.
Siempre les agradeceré profundamente a ambos, a Javier y al Rey, el apoyo absoluto que me dieron con motivo del Congreso Mundial de Editores que celebramos en Zaragoza en el otoño de 2022 y que logré traer a nuestra ciudad cuando era presidente de esa organización.
Nunca le podré corresponder tampoco a Javier Lambán por su cordialidad y su afecto personal, ni agradecerle lo suficiente la complicidad que tejió conmigo como aragoneses para defender los intereses de nuestra tierra. Por eso siempre admiré también su tenacidad, llevada hasta las últimas consecuencias, por anteponer los intereses de Aragón sobre otros cualesquiera.
Nuestra Comunidad ha perdido a un hombre de una pieza, honrado, íntegro y de admirable tesón. Pasará a la historia como un gran presidente autonómico. Yo pierdo a un buen amigo al que no olvidaré nunca. Era un hombre del que podía decirse lo que merecen muy pocos: "Si tuviésemos a quince más como él, la política española sería mucho mejor y más digna". Descansa en paz.
20minutos