La diplomacia del golf

Acertar en el hoyo. Quienes saben de golf denominan birdie a ese golpe que emboca la bola en el agujero con un golpe menos de los establecidos. Y eso es lo que se ha llevado Donald Trump de su visita: un birdie colosal. Si el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, llamó daddy (papi) al presidente norteamericano, ahora Ursula von der Leyen, en nombre de los Veintisiete, se ha tragado una imposición arancelaria del 15% sobre las exportaciones, así como supuestas compras millonarias de gas y petróleo. Un sapo gordísimo para evitar una guerra comercial a bayoneta calada. Trump ha humillado, además, a la presidenta de la Comisión, obligándola a desplazarse hasta Escocia, territorio que se brexiteó de la UE, y a conversar en un complejo de golf de su propiedad. Entre hoyo y hoyo, fruslerías diplomáticas.
Besos en el pan. Almuerzo frente a la tele. En el noticiario, un hombre palestino abraza un saco de harina; lo besa como a una novia resucitada. Arrojan desde los cielos paquetes de comida en paracaídas, un maná escaso que apenas palía las necesidades en la Franja: desde abril, más de 20.000 niños han sido ingresados por desnutrición grave. Mientras, antes de regresar a casa, Trump inaugura otro campo de golf, también suyo, en Balmedie, en la Costa Este de Escocia: “Estoy deseando jugar. Haremos una partida rápida y luego volveré a Washington para apagar los incendios en todo el mundo”. Ah, los bomberos. Respecto de Gaza, vaguedades, pero al menos reconoció el hambre: “Tenemos que dar de comer a los niños”.
Un arma para la guerra. La Fundación para la Paz Mundial viene catalogando las hambrunas, también las forzadas, desde 1870, aquellos casos que se llevaron la vida de más de 100.000 personas. ¿La más espeluznante? El Gran Salto Adelante de Mao (1958-1962): más de 25 millones de muertos. El Reich también utilizó la debilitación física como herramienta. Su hungerplan. Según Raphael Lemkin, el hombre que inventó la palabra genocidio, las guías nazis especificaban así el reparto de carbohidratos: alemanes (100%), polacos (76%), griegos (38%), judíos (27%).
Goteras en agosto. Las chicas del piso de arriba, estudiantes o con trabajos precarios, se duchan una detrás de la otra, y, de repente, el agua empieza a filtrarse por mi techo. Coloco un cubo debajo. Sigue cayendo el agua pensante en un gota a gota lento, como un metrónomo melancólico. Mientras, observo desde el balcón la riada de coches que abandonan la ciudad en la operación salida, otro goteo de gentes en busca de un gajo pequeño de paraíso.
Trump cuela un birdie en el hoyo de la UE, mientras suelta vaguedades sobre Gaza, pero al menos reconoce el hambreLeningrado, 1941-1944. Busco en la estantería el diario de Lidiya Ginzburg acerca del sitio nazi sobre la actual San Petersburgo durante la Segunda Guerra Mundial, 900 días de hambre y frío glacial. Transcribo: “Los que estaban condenados no eran los que presentaban los rasgos más marcados, ni los más esqueléticos, ni los más hinchados, sino aquellos que tenían una expresión distinta a la propia, una mirada como asustada, aquellos que se ponían a temblar ante el plato de sopa”.
Empatía. Flota en el aire cierta polémica sobre ese sentimiento, la capacidad humana de intuir la aflicción del otro, un debate del que se hacía eco esta semana Jennifer Szalai en The New York Times. Algunos cristianos norteamericanos de derechas han cargado en su contra con libros como Empatía tóxica (de Allie Beth Stuckey) y El pecado de la empatía (del pastor Joe Rigney), en el sentido de que los progresistas manipularían esa emoción con el fin de que los cristianos tolerasen cuestiones como el aborto y el matrimonio homosexual. En el progresismo se habría instalado parecida inquina: la empatía como insípida complacencia centrista, como un abonarse a los sentimientos para no hacer nada. Vaya época.
Lee también Los espinazos del hambre Olga Merino
Xuan Bello. Ha muerto el escritor asturiano, recién cumplidos los 60 años, de un aneurisma de aorta. Un hombre honesto que creía firmemente en la permeabilidad de los idiomas y solo en las fronteras como lugar de encuentro. En Las cosas que me gustan (Xordica/Adesiara), cuenta que el poeta portugués Eugénio de Andrade le recitó al oído un poema suyo, en Oviedo, en una lejana mañana de 1988: “Mi patria va de junio a septiembre”; en invierno se sentía desterrado. Nadie debería morir bajo la luz del verano.
lavanguardia