China: el país más pujante del mundo, que recibe cada vez más turistas

Días después de llegar a Beijing, cuando el feroz jet lag empezaba a menguar, hice una lista de las primeras cosas que me habían llamado la atención:
1) La cantidad de personas que llevan flores en la mano.
2) La costumbre de ponerse en cuclillas en cualquier lugar, incluso mientras se espera el colectivo o se charla con alguien en la calle.
3) Los negocios no aceptan efectivo.
4) Lo bien que se portan los niños, tanto en el subte como en los restaurantes.
5) Pocos animales. Ayer, un gato atigrado en la Gran Muralla; hoy, un perro con zapatitos.
6) No hay publicidades en la calle, todo se vende por internet.
7) Enjambres de cámaras de seguridad.
8) El vínculo con el celular; si no lo están mirando, lo tienen en la mano, pero nunca lejos ni guardado.
En mis primeras caminatas por la capital también me sorprendió la ropa que usan, los géneros de calidad, la diversidad en el vestir. Esto me impidió detectar una sola tendencia, una prenda que fuera furor y adoptada por todos, como la omnipresente campera inflable de los porteños en invierno. Contra el prejuicio habitual, cada persona me parecía diferente.
Beijing se organiza en anillos conectados por el subte más extenso del mundo: 830 kilómetros y 27 líneas. La mayoría de las líneas se construyó en los últimos 20 años. Dentro del primer anillo –núcleo de la ciudad– se hallan la Ciudad Prohibida, Tian’anmen Square y el mausoleo de Mao. El hotel en el que me alojo queda en el enorme distrito de Chaoyang, una zona bastante alejada hacia el este, entre el cuarto anillo y el quinto, junto al campus de la Universidad de Comunicación. El desayuno es al estilo chino: nada de frutas, café o croissants; sobre todo, hay fermentos, baos rellenos, fideos y carnes salteadas y picantes. Los extranjeros prefieren recurrir a Manner, un café de especialidad ubicado en la entrada del hotel. En los alrededores, hay bares para los universitarios, pequeños restaurantes, lavanderías y también un McDonald’s.
En las primeras horas no me alejo mucho del hotel. Al día siguiente, un sábado de humedad y resolana aplastantes, tomo la línea 1 del subte hacia el centro. En mi celular tengo descargada WeChat –la superapp sin la cual la vida cotidiana se dificultaría– y Apple Maps, que, según me dijeron, funciona bien en comparación con Google, bloqueado por el Gobierno. En la estación sucede el primer encuentro con la vigilancia china: para viajar, hay que pasar la cartera por un escáner de la Policía.
Me bajo en la estación Tian’anmen y empiezo a caminar por la icónica avenida Chang’an, esquivando los controles, que aumentan cuanto más me acerco a la tumba de Mao. Hago unos 20 kilómetros, ida y vuelta, sin desviarme demasiado. Es mi primera impresión de Beijing. Me gusta. Las cuadras son eternas: miden entre 200 y 300 metros.
Entre los puntos turísticos sobresalientes, el que más disfruto es el Templo del Cielo, por encima de la Ciudad Prohibida e incluso de la Muralla China. Mucho tiene que ver con que me guía un local, John Piao, nacido en Corea, pero con muchos años de vivir en Beijing. Gracias a él también puedo pasear en bici porque el sistema de alquiler sólo admite un teléfono chino, y también conozco un increíble restaurante perdido en un barrio al que nunca hubiera llegado por mi cuenta.
El Templo del Cielo está lleno de personajes. Jóvenes mujeres hermosas, vestidas con ropas de época, se sacan fotos entre ellas frente a los edificios que durante cientos de años convocaron al rezo por las buenas cosechas. El templo está rodeado por Tiantan Gongyuan, un enorme parque de 270 hectáreas, donde no cuesta nada olvidarse de que Beijing está habitada por más de 30 millones de personas. El lugar inspira a sumirse en el silencio bajo la sombra de los cedros; repartidos en el predio, hay jardines de rosas, altares y pagodas que invitan al recogimiento. De alguna manera se opone a la Ciudad Prohibida –la atracción más popular de Beijing–, en la que, desde el momento mismo del ingreso, se instala una situación de estrés con los controles de seguridad para la muchedumbre que la visita cada día.
Después de deambular un rato, combinamos bici y subte para ir al sur del célebre Templo de Lama. John me dice que estamos dentro del segundo anillo, pero fuera de la zona turística, en lo que se conoce como hutong, un sistema de callejones que muestra la Beijing antigua con sus casas bajas parecidas a conventillos, donde las familias vivían hacinadas, sin baños, en cuartos minúsculos helados en invierno y sofocantes en verano. Es la memoria de esa China previa a la apertura comercial a la que “nadie quiere volver”, me aclaró un guía. Algunos hutongs fueron transformados en pasajes turísticos, como Nanluoguxiang; pero otros conservan su esencia original. Caminar por ellos de noche, apenas iluminados por la luz de un baño público o el cartel de una estación policial, es toda una experiencia.
John me lleva a Xintaicang Hutong, sede de la última parrilla de cordero que sobrevivió al plan del Gobierno para modernizar, en 2017, algunos hutongs. Las mesas que antes estaban en la vereda ahora se amontonan en una terracita, ocupada por hombres –la clientela mayoritaria– que fuman y toman mucha cerveza. Algunos tienen la remera enrollada y dejan la panza al aire –John me dice que hay un nombre para eso: “Beijing Bikini”–, aunque casi todos están en cueros. No hay extranjeros a la vista. La moza nos trae una pata de cordero semicocida: la terminamos de asar sobre las brasas en la parrilla que hay en nuestra mesa. El ritual es trinchar, cortar, poner en platos y comer con palitos. Cuando parece que ya no hay lugar para más, uno o dos ajos enteros y a seguir. Comemos, bebemos y brindamos varias veces. John hace algunas llamadas porque trabaja con Occidente y el día se está desperezando al otro lado del mundo.
Sichuan me recuerda a un proverbio que subrayé en Viento del Este, el libro de Liliana Villanueva que leí de un tirón en el vuelo de casi 30 horas: “El cielo existe, pero el paraíso está en la tierra”. Hay algo que me lleva a pensar que los sichuaneses son gente más extrovertida. Tengo onda inmediata con Alex, el guía que profesa el taoísmo, y con Joy, una periodista entusiasta que me cuenta sobre los poetas que leen en la escuela desde que tienen 3 años, como Li Bai o Du Fu. Una noche, después de uno de esos banquetes de mesa redonda, Joy me dirá que tiene muchas ganas de conocer otros países, pero que ama mucho Chengdu, su ciudad, porque “me emociona estar pisando lugares que hace miles de años pisaron otros”.
Chengdu es la capital de Sichuan, región famosa por su pimienta, por la calidad de su té verde y por alojar las primeras casas de té del mundo, por sus osos pandas y por su gastronomía, que está entre las más picantes y fragantes del planeta. Da vértigo pensar que esta ciudad tiene casi la mitad de la población de Argentina.
Chengdu, que se despliega en anillos como Beijing, fue visitada por Marco Polo en el siglo XIII. De ella escribió en sus diarios sobre la cantidad de puentes que tiene, el incesante trajín de barcos y su importancia fluvial. En sus cercanías se puede visitar el sistema de riego de Dujiangyan, el más antiguo del mundo, que creó un grupo de hombres –hoy venerados como semidioses– para evitar las inundaciones del río Min y desviar el agua hacia la planicie de Chengdu. Hace más de dos milenios que funciona y, junto con el monte Qingcheng –centro de la región taoísta–, fue declarado Patrimonio de la Humanidad.
A 260 kilómetros de Chengdu se encuentra Leshan, a la que llego en tren.Es una escala urbana a la que estoy más acostumbrada (unos tres millones de habitantes), con una vida en las calles animada, restaurantes con patos asados que cuelgan, pequeñas tiendas y farmacias que venden hierbas. Su ubicación es privilegiada: a los pies del sagrado monte Emei, donde se cultiva el mejor té verde urbi et orbi y hasta donde peregrinan budistas de todas partes.
En Leshan la gran atracción es el Buda Gigante, que supera los 70 metros de alto y acusa 30 de ancho, el más elevado de los budas existentes tallados en piedra rojiza. Domina la escena en la confluencia de tres ríos –Dadu, Min y Qingyi– y se construyó en el pico del fervor budista de China, alrededor del año 700, para proteger a los pescadores. La mayoría de los turistas elige hacer la excursión en catamarán; otra opción, más esforzada, es llegar hasta la cima de la colina por un sistema de escalinatas.
Me dirijo a Henan, en la parte central de China, la provincia por donde entró el budismo desde la India. La capital actual es la moderna y luminosa Zhengzhou, con más de cuatro millones de habitantes (también lo fue de la dinastía Shang, hace 3.500 años). En Zhengzhou me hospedo en un hotel de 1959, que supo ser uno de los pocos habilitados para recibir extranjeros y aún hoy mantiene vigentes ciertas costumbres anacrónicas: por ejemplo, no hay cuarto piso, considerado de mala suerte por la semejanza de la palabra “cuatro” con “muerte”. Las escaleras son de mármol y los sillones del lobby dorados.
A pocas cuadras del hotel, hay un parque con estanques donde flotan nenúfares y carteles con mensajes edificantes, a los que fotografío para que el celular me traduzca, sospecho, con poca precisión: “Esfuérzate por ser un modelo para la justicia”. “Deja que la vida ordinaria brille”. “Soy civilizado, soy dedicado, soy feliz”. Es temprano y hay mujeres que ejecutan los suaves movimientos del tai-chi; dos hombres, que parecen jubilados, juegan al xiangqi, una especie de ajedrez cuyas piezas de madera están inscriptas con caracteres chinos (obviamente), y no falta un grupo que mira la partida; también se ven abuelas con sus nietos, que están de vacaciones. El parque se llama Zijinshan: es uno de los más grandes y está construido sobre las ruinas de la antigua ciudad. En los alrededores tiene lugar una feria en la que se pueden conseguir pósteres de Stalin, Marx, Mao y Lenin.
Muchos de los que llegan hasta la provincia de Henan lo hacen para visitar el célebre templo Shaolin, a 66 kilómetros de la capital. Este templo, cuna del budismo chan (que más tarde se transformó en zen al llegar a Japón), tiene más de un milenio y medio de historia. En verano, desborda de locales y de turistas. Sólo una parte de la construcción, que se compone de diferentes pagodas, es accesible para los visitantes. El resto se reserva a los monjes y a los aprendices de kung-fu.
Otro de los tesoros de Henan son las grutas de Longmen, sobre la margen del río Yi. Una larga procesión de personas recorre el paseo, compuesto por miles de budas tallados en la piedra; los hay del tamaño de una moneda hasta de 17 metros de alto: el Buda Vairocana, realizado a pedido de Wu Zetian, la primera mujer emperatriz de China nombrada en el año 672. Lo recomendable es admirarlo a distancia, desde la otra orilla del río; o subir la empinada escalera de 99 peldaños para quedar frente a él. A las grutas se llega desde Luoyang, localidad elegida por muchas dinastías como su capital.
Luoyang fue renombrada unas 10 veces, y es conocida asimismo como la ciudad de las peonías, la flor nacional de China. Cuando aparecen en abril, en tantos colores diferentes, también brotan los turistas. Desde las terrazas del Museo de la Peonía, inaugurado en 2022, se observa en el horizonte una densa nube de esmog: es la otra cara de esta urbe superindustrial.
Sin mucha expectativa, una de las noches me sumo a una atracción en el casco antiguo de Luoyang, que es como retroceder miles de años en unas horas. Entre edificios originales y otros restaurados o edificados desde cero para lucir como antaño, hay restaurantes, tiendas de souvenirs y unos negocios muy raros donde, por menos de 30 dólares, te transforman en una dama hanfu: primero se elige un vestido tradicional entre cientos de opciones y luego comienza la sesión de maquillaje y peinado que puede durar más de una hora. Ya lista, con peluca, flores y ornamentos, salgo a caminar y me hago fotos bajo la luz de los farolitos chinos. La noche parece tener una textura onírica. El paseo es furor, sobre todo entre las adolescentes y las jóvenes. Leo en una nota que la subcultura hanfu surgió entre los millennials como una manera de rescatar las tradiciones condenadas por la revolución cultural de Mao. Desde su inauguración en 2017, Luoyi Ancient City recibió más de 40 millones de visitantes.
El viaje sigue en Shaanxi, provincia donde vivió el presidente Xi Jinping (no confundir con Shanxi, con una sola a). Xi’an, su capital, fue una de las ciudades más importantes de la China antigua y puerta de la ruta de la seda. Hoy es ruidosa, frenética, con mucha vida callejera, incluidas pulseadas por plata en la vereda, e iluminada por leds. A metros del hotel donde me hospedo, se define el casco antiguo, muy bien conservado.
Una de las atracciones más convocantes es el Ejército de Terracota. Decido hacer la visita a pesar del tremendo calor de julio, pero hay tanta gente apiñada en la fosa donde residen las impactantes estatuas que cunden los desmayos. Es probable que yo no vuelva a China, pero prefiero salir antes de llegar al spot desde donde es posible hacer una buena foto. Para compensar, disfruto el show previo con cientos de actores en escena que representan el increíble hallazgo de más de 8.000 réplicas de guerreros (cada una con el rostro del guerrero original, por lo tanto, ninguna es igual a otra), carros, caballos y animales en tamaño real, descubiertas por casualidad en 1974 por unos campesinos de Shaanxi. El ejército corresponde a los tiempos del primer emperador chino, Qin Shi Huang, 200 a. C., quien también impulsó la construcción de la primera versión de la Gran Muralla.
En el terreno gastronómico, no hay que dejar Xi’an sin probar los noodles y su plato estrella, el paomo, de influencia musulmana: pan pita embebido en una sopa de cordero y fideos.
Sobre las playas, anoto que circulan más fotos y videos de las artificiales –con sus olas mecánicas y minadas de gente con inflables– que de las reales, localizables en parte sobre el Mar Amarillo, frente a las costas de Corea.
En la provincia de Shandong, después de un paso fugaz por Qingdao –destino conocido por su cerveza y su arquitectura europea, herencia de la ocupación alemana, además de haber sido sitiado por los japoneses durante la Primera Guerra Mundial–, me quedo dos noches en la vecina y pintoresca Rizhao, nombre que significa “luz del sol” en chino mandarín. Con menos de tres millones de almas, esta ciudad es pequeña para los estándares chinos. Tiene un puerto muy importante, playas de arenas blancas con vendedores ambulantes que ofrecen redes para cazar cangrejos, y edificios que por la noche se vuelven superficies de shows de leds y música. Hay dos, gemelos, a los que les bombean corazones de colores. Una de las noches coincide con la luna llena; hay una energía especial en el aire, de fiesta. Alguien me dice que la luna es muy poética para los chinos.
En la playa hay camioncitos que venden cerveza y nenes con linternas que buscan cangrejos entre las rocas. Me saco las sandalias y camino hacia el agua. Las olas son tranquilas. Irada, que llegó a China desde Azerbaiyán y me acompaña esta noche, dice que en árabe existe una palabra para describir el reflejo de la luna en el mar.
El final del viaje queda marcado con la ciudad que quería conocer de China, pero me cuesta encontrarle la vuelta. Hay demasiados turistas, hace demasiado calor, hay demasiados negocios de marcas que ya conozco. Es demasiado occidental. No parece tener el aura ni el misterio de las milenarias Henan o Sichuan. Ya no hay niños que quieran sacarse una foto conmigo como si yo fuera una criatura recién caída de otro planeta. No me siento diferente ni especial acá. Tengo una lista que armé con recomendaciones, pero sobre todo voy siguiendo corazonadas: cruzo los parques en diagonal y me meto en callejones donde vestidos de colores se mecen al viento en los balcones.
En Jia Jia Tang Bao, pruebo los mejores xia long bao de mi vida; es un humilde negocio que cobró fama por la calidad de sus panes al vapor rellenos de caldo y carne. Fotografío el edificio donde se celebró, en 1921, el primer congreso del partido comunista chino y que fue restaurado en su centenario: está en Xintiandi, el barrio top de Shanghai. Me cruzo con la primera persona que veo pidiendo dinero: una señora de 70 años que lleva colgado del cuello un código QR para recibir transferencias.
En Yuyuan Garden, uno de los jardines más renombrados del país, diseñado en el siglo XVI a imagen y semejanza de los imperiales, compro unas tazas de té para regalar. Cruzo al Pudong, el distrito moderno al otro lado del río Huangpu, para subir a la torre más altiva de China y para entrar al Museo de Arte. También hago la caminata por el Bund, el paseo costero de dos kilómetros con las mejores vistas de los rascacielos de Shanghai. Me quedo con ganas de recorrer a fondo la zona francesa, con sus casas y edificios coloniales.
Mientras camino por el Bajo de Shanghai, una zona de edificios financieros y bancos que concluye en el río Yangtsé, tengo por primera vez la sensación de familiaridad: es –oh, sorpresa– parecido a ciertas calles del Microcentro. El lugar más inesperado me recuerda a casa. Me siento más cerca de China y, al mismo tiempo, no paro de pensar en una frase del viajero, chef y escritor Anthony Bourdain (1956-2018): “La única cosa que sé sobre China es que nunca voy a conocer China. Es muy grande, muy vieja, muy diversa, muy profunda. Simplemente, no hay suficiente tiempo”.
Por las restricciones chinas, lo mejor es reservar hoteles de cadenas “occidentales” o usar plataformas como booking o trip.
Los chinos tienden a la hipérbole. Un puente es el más largo del mundo, un hotel se construyó en apenas una semana. En esa búsqueda de romper récords, destaca la nueva Beijing City Library, ubicada al norte del Parque Forestal Urbano-Verde Central, en el distrito de Tongzhou. Esta biblioteca, inaugurada en 2024, “tiene el espacio de lectura más grande del mundo”. Cuenta con más de ocho millones de libros, la mayoría en mandarín, distribuidos en una superficie de 75.000 m2.
Abre las 24 horas y las personas mayores de 60 años son asistidas por robots que les traen los libros en menos de 15 minutos. El proyecto fue diseñado por el estudio noruego Snøhetta y, en lugar de ver las bibliotecas como una tipología del pasado, busca cultivar la próxima generación de lectores. En la misma zona, también se puede visitar el flamante Museo del Gran Canal de Beijing, o dar un paseo en barco.
lanacion