La Corte Suprema está escribiendo un elogio a cámara lenta para uno de los mayores logros de Estados Unidos

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El próximo mes se conmemora el 60.º aniversario de la aprobación de la Ley de Derecho al Voto, una ley a menudo celebrada como la joya de la corona del Movimiento por los Derechos Civiles. Firmada en 1965 tras años de organización y sacrificios inimaginables, su propósito era hacer realidad la promesa constitucional de que el derecho al voto no se negaría ni se restringiría por motivos de raza.
Sin embargo, al acercarnos a este hito, no nos encontramos en un momento de reflexión ni de renovación de la dedicación, sino en un estado de caída libre legal. La Corte Suprema ha programado argumentos para la próxima legislatura sobre el mapa electoral de Luisiana, manipulado racialmente, y la próxima semana podría suspender y programar argumentos para un caso en el que el Octavo Circuito sostuvo que los demandantes privados no tienen derecho a demandar para hacer cumplir la Sección 2 de la Ley. Estas decisiones pendientes amenazan con desmantelar lo que queda de este estatuto, otrora poderoso, que ya ha sido ampliamente vaciado por la corte Roberts durante más de una década.
La Ley del Derecho al Voto siempre se concibió como una salvaguardia activa, y su fuerza reside en la aplicación comunitaria. El Artículo 2 ha permitido a los ciudadanos particulares —no solo al gobierno— demandar cuando los estados delimitan distritos electorales o promulgan leyes electorales que diluyen el poder de voto de las minorías. Es este derecho de acción privado el que le ha dado a la ley su mayor poder.
Sin embargo, durante los últimos 12 años, la Corte Suprema ha debilitado sistemáticamente esos mecanismos. En el caso del Condado de Shelby contra Holder , la corte anuló la fórmula que determinaba qué estados debían preautorizar los cambios electorales ante el gobierno federal, paralizando así la Sección 5. En el caso de Brnovich contra el Comité Nacional Demócrata , la corte dificultó considerablemente la prueba de la discriminación racial en la votación bajo la Sección 2, introduciendo criterios vagos que fomentan la proliferación de leyes restrictivas. Y en el caso de Rucho contra Causa Común , la corte declaró que la manipulación partidista de los distritos electorales no era justiciable, allanando el camino para la creación de mapas que logran la supresión racial bajo la fachada de la estrategia partidista.
Todas estas decisiones son señal de una ansiedad más profunda: el tribunal parece más comprometido con una idea romantizada y estática de la democracia que con su realidad desordenada y vivida, una realidad moldeada por la raza, el poder y los intentos constantes de exclusión.
Esta erosión se agrava por lo ocurrido al Departamento de Justicia durante la administración Trump. La Sección de Votación del Departamento de Justicia, históricamente encargada de defender el derecho al voto, ha sido vaciada discretamente. Abogados de derechos civiles de carrera se han marchado o han sido reasignados. Al mismo tiempo, las prioridades de litigio de la sección se han alejado de la protección de los votantes minoritarios y se han centrado en la investigación del presunto "fraude electoral", un problema fantasma que se ha utilizado durante mucho tiempo para justificar medidas restrictivas.
Bajo la administración de Trump, la Sección de Votación prácticamente no ha presentado acciones de cumplimiento importantes en virtud de la Ley de Derecho al Voto. Mientras tanto, los estados han actuado con firmeza para aprobar leyes que limitan el voto en ausencia, reducen el voto anticipado e imponen requisitos de identificación más estrictos; leyes que afectan desproporcionadamente a los votantes de color.
El resultado es un panorama legal e institucional donde la Ley de Derecho al Voto se erige más como una pieza de museo que como un instrumento viviente. El aniversario de este año debería haber sido una oportunidad para celebrar un logro constitucional duradero. En cambio, parece un elogio a cámara lenta.
El mapa del Congreso de Luisiana refleja esta crisis. Los residentes negros representan aproximadamente un tercio de la población del estado, pero están confinados a uno de los seis distritos congresionales, una disposición que un tribunal federal determinó acertadamente que violaba la Sección 2. Sin embargo, en lugar de remediar rápidamente la violación, la intervención de la Corte Suprema ha congelado el proceso, preservando en la práctica un mapa diseñado para diluir el poder político de los negros.
Si el tribunal dictamina ahora que los demandantes privados no pueden interponer demandas amparadas en la Sección 2, esto significaría que solo el Departamento de Justicia podría hacer cumplir lo que resta de la ley: una agencia con recursos limitados y, como demuestra la historia reciente, vulnerable a la influencia política. Este sería el último acto de una trilogía de decisiones que han despojado sistemáticamente de su poder a la ley: primero, eliminando la preautorización; luego, elevando la carga de la prueba; y finalmente, eliminando por completo la aplicación comunitaria de la ley.
En mi clase, enseño a mis alumnos la Ley de Derecho al Voto como una legislación histórica y una metáfora viviente: un testimonio de las aspiraciones y los fracasos de la nación. Mis alumnos suelen llegar con el reconfortante mito de que la democracia estadounidense, aunque imperfecta, siempre está en expansión y progreso. Al final de nuestras conversaciones, muchos comprenden que la democracia no es un camino constante, sino un terreno disputado, uno que puede retroceder, y de hecho lo hace.
El 60.º aniversario debería haber sido un momento de renovación. En cambio, es una advertencia. La Ley de Derecho al Voto nunca tuvo la intención de autoprotegerse desde la seguridad de una oficina en Washington. Su poder dependía de la gente común: organizadores comunitarios, ancianos en las mesas de la cocina, demandantes lo suficientemente valientes como para firmar demandas.
Mientras esperamos las decisiones del tribunal, debemos afrontar una verdad incómoda: la ley no nos salvará de nosotros mismos. Es una herramienta, no un salvador. Cuando las herramientas fallan o nos son arrebatadas, la responsabilidad vuelve a nosotros: organizarnos, legislar, votar, recordar que la democracia no es un regalo, sino un acto frágil y continuo de creación colectiva.
Hace sesenta años, las marchas en Selma se enfrentaron a gases lacrimógenos y porras para que pudiéramos heredar una democracia más plena. Hoy, la pregunta es si defenderemos esa herencia o permitiremos que se desvanezca, decisión tras decisión.
Corrección, 16 de julio, 16:25 horas: Esta publicación originalmente afirmaba que la Corte Suprema ya había programado argumentos en el caso de derecho de acción privado de la Sección 2.
