El acuerdo con el Mercosur, espejo de una doble pérdida de influencia

Un cuarto de siglo. Ese fue el tiempo que tardaron el Mercosur, el Mercado Común Sudamericano, y la Unión Europea (UE) en alcanzar un acuerdo comercial. El texto final, presentado el miércoles 3 de septiembre por la Comisión Europea, debe ahora ser aprobado por el Parlamento Europeo y una mayoría cualificada de los Estados miembros. Pero en veinticinco años, el contexto ha cambiado radicalmente, obligando a un equilibrio entre las esperanzas iniciales y las limitaciones acumuladas.
El equilibrio de poder entre bloques, la evolución de las alianzas geopolíticas, el declive del libre comercio, el ocaso de la Organización Mundial del Comercio, la aceleración del cambio climático, las tensiones en el mundo agrícola: estos trastornos han llevado inevitablemente a reformatear lo que se presenta como el mayor acuerdo comercial jamás negociado por la UE.
Los países del Mercosur, al igual que los 27, ahora son vulnerables a los caprichos de un presidente estadounidense capaz de imponer aranceles a quienes se niegan a jurar lealtad. Ante esta nueva situación, ambos bloques se ven obligados a cooperar. Ya no se trata simplemente de expandir el comercio para estimular el crecimiento, sino de seguir existiendo en un entorno cada vez más hostil.
El reto para Europa es obtener exenciones arancelarias en más del 90% de sus exportaciones al Mercosur, abrir los mercados de contratación pública a sus empresas y mejorar su acceso a las materias primas sudamericanas. A cambio, la UE se compromete a importar más productos agrícolas (carne de vacuno, aves, arroz, azúcar, soja, etanol) bajo condiciones controladas.
Los partidarios europeos del proyecto presentan el tratado como una forma de diversificar los mercados y compensar las pérdidas comerciales causadas por los aranceles impuestos por Donald Trump. También se trata de no dar vía libre a China en un ámbito donde tiene grandes ambiciones y de ayudar a reducir nuestra dependencia de Pekín, en particular en lo que respecta a los minerales necesarios para la transición ecológica.
Si bien estos argumentos son generalmente aceptables desde una perspectiva económica, también tienen un precio que los agricultores europeos se resisten a pagar. Temen verse expuestos a una competencia desleal que no cumple con las normas de la UE, ya que Bruselas no puede implementar los controles adecuados para garantizarlo. Para abordar las preocupaciones planteadas, en particular por Francia, la Comisión ha acordado reforzar las medidas de salvaguardia para los «productos europeos sensibles» y se ha comprometido a intervenir en caso de un impacto negativo de las importaciones en ciertos sectores.
Estas concesiones, aunque tardías, son bienvenidas. Sin embargo, nada indica que sean suficientes para calmar la ira de los agricultores y superar el descontento con un tratado que no es más que el reflejo de una doble pérdida de influencia. La UE ya no puede imponer incondicionalmente sus normas a sus socios comerciales ni dictarles cómo deben producir. La desintegración de la relación transatlántica está debilitando permanentemente a Europa, que debe buscar alternativas a costa de llegar a acuerdos. En cuanto a Francia, empieza a darse cuenta de que, entre su incompetencia presupuestaria y su inestabilidad política, le resultará cada vez más difícil influir en las decisiones europeas.
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