Beber o pensar ¿Hay que elegir?

Jaime Rubio Hancock, periodista de la sección de Ideas de El País, explora los profundos y antiguos vínculos entre el pensamiento filosófico y el alcohol. Cada semana, Courrier International ofrece una columna que plantea preguntas sobre nuestra condición moderna, basándose en obras literarias, científicas y, por supuesto, filosóficas.
El estereotipo del filósofo es el de un hombre encerrado en su biblioteca, rodeado de libros, que escribe sobre temas esotéricos como el alma, la esencia o la muerte. Pero a menudo los pensadores se han dedicado a cuestiones más mundanas, empezando por el alcohol. ¿Podemos beber? ¿Cuánto? ¿Por qué preferimos una copa de Priorat a una de Rioja? Y, en general, ¿tiene sentido que un filósofo se tome un cóctel?
A veces olvidamos que en los orígenes de la filosofía estaba el vino: El Simposio de Platón es la conversación entre Sócrates y algunos de sus amigos durante una cena donde esta bebida juega un papel destacado. Este libro también nos recuerda que la filosofía es una actividad más social de lo que parece, donde la conversación y el intercambio de ideas juegan un papel fundamental.
Es lógico que, entre los textos fundacionales de la filosofía occidental, haya uno que dedique unas líneas al vino, al menos si hemos de creer lo que escribe el filósofo estadounidense-canadiense Edward Slingerland en Drunkenness: How We Drank, Danced, and Stumbled Our Way to Civilization [FYP, 2023]: el alcohol nos ayudó a construir la civilización porque promueve
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Courrier International