Me voy a Tailandia y este es mi botiquín de viaje
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Día 0. Mañana nos vamos a Tailandia. Siempre que viajo al extranjero llevo todo tipo de medicación para imprevistos. Cuando es un trayecto nacional no es tan exagerado, puesto que allá donde vaya me basta ir a la primera farmacia, tirar de carnet de colegiado y comprar lo que necesite en ese momento. Pero en el extranjero eso es imposible. En este caso en concreto, que vamos a Asia, más complicado sería conseguir lo necesario.
Hago una lista de todo lo que quiero llevar. Incluye comprimidos, cápsulas, inhaladores, nebulizadores, cremas y Steri-strips (los conocidos como puntos de papel y que en más de un viaje me han sacado de algún apuro). Decido no llevar agujas ni jeringas porque no me apetece dar explicaciones en el caso de que éstas sean requeridas en los controles de aduana (de este modo, tampoco incluyo esta vez ampollas de ninguno tipo, como puede ser metilprednisolona; el famoso Urbason).
Tampoco llevaré suturas, tan útiles para cortes imprevistos (les recuerdo que soy cirujano) y que parece muy de friqui llevar, pero que me vino muy bien hace unos años para atender a uno que se cortó en una piscina del hotel en el que yo estaba alojado. El dispensario del socorrista era un cuartucho con más telas de araña que vendas y les vino de perlas mi proposición de suturar al turista en vez de tener que llamar a la ambulancia y montar un circo de campeonato. Tan en deuda se sintió la gerencia ante mi pequeña intervención que rasgaron la cuenta pendiente del minibar con sincero agradecimiento.
Como tengo miedo a que me pierdan la maleta (hacemos transbordo en Doha y es de apenas hora y media) divido el botiquín en dos: uno ira en la mochila arriba y otro en la maleta en la bodega. De este modo algo tendré siempre a mano, por los imprevistos que surjan durante el vuelo.
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Día 1. Llegamos a Tailandia después de dos aviones y un total de 14 horas de vuelo. Hay que sumar el taxi, las horas previas al embarque, y toda la parafernalia previa. En total dieciséis horas desde que salimos de casa. Tengo las medias de compresión elástica incrustadas (siempre me las pongo cuando viajo largo para evitar -o, al menos, para dificultar- una trombosis venosa profunda) y estoy deseando quitármelas. En personas de riesgo es conveniente prevenir la trombosis en viajes largos con heparina inyectable (alguna vez me la he puesto de forma profiláctica), pero en este caso supondría viajar con una dosis para la vuelta y ya he dicho que no quería viajar con agujas a un país donde, según dicen, por cualquier malentendido acabas con serios problemas. En su defecto, me he tomado 100 mg de acido acetil salicílico.
Ya en el hotel me saco las medias con dificultad y respiro aliviado. Hemos viajado en turista pero con más espacio (gracias a que hemos desembolsado más dinero para ello) y, la verdad, es que yo siempre acabo hecho un guiñapo y con dolor en todas las articulaciones. Las piernas no están hinchadas, eso no, pero el resto del cuerpo parece un globo aerostático. Sobre todo el abdomen, que está inflamado como la membrana de un tambor. Me golpeteo la tripa con los dedos y suena a hueco. Nada que no me pase cada vez que cojo un avión (es el efecto del cambio de presión y parece que se acentúa con la edad). No llevo nada en mi botiquín para paliar mis asas intestinales distendidas, así que será cuestión de tiempo. Pero sí me acabo tomando un ibuprofeno, a ver si se me quita un poco el malestar de todo el cuerpo, maltratado en un espacio imposible, gracias a la cortesía de todas las aerolíneas de este planeta sin distinción. Por cierto que mi Santa me ha pedido un paracetamol dos veces en las últimas doce horas porque nota la garganta irritada y le duele al tragar.
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Día 2. Primer día real en el destino puesto que ya hemos pasado la primera noche. El calor es abrumador; no por la temperatura en sí, que nos es extremadamente alta, sino por la humedad. Exploro la garganta de mi esposa para ver la evolución de sus males, y observo amígdalas hiperémicas pero sin señal alguna de puntos purulentos. Mi diagnóstico: irritación vírica sin que haya necesidad de que se tome antibiótico (que también he traído por si acaso). Paracetamol cada ocho horas y vamos viendo.
Me agradece el suministro y, supongo que, en su interior, se arrepiente de haberme reprochado alguna vez mi afición a llevar medicamentos cuando viajo. Más vale prevenir que curar, insistía aquel periodista de la tele, cuando solo había un canal y lo que ahí se decía era dogma de fe. Lo cierto es que, muchas veces, nunca uso nada de lo que llevo, pero en algunas otras oportunidades he podido tratarme a mí mismo (o a los que me acompañaban), de pequeñas afecciones que, de otro modo, hubieran precisado de una incómoda visita al servicio de urgencias para obtener algún tratamiento. Son situaciones que suponen un trastorno para todos los viajeros puesto que no se resuelven en minutos, ni tampoco en horas y rompe la dinámica del viajero y sus acompañantes.
Los cambios de temperatura en Tailandia son inquietantes: en el interior el aire acondicionado está muy fuerte y fuera hace un calor de mil demonios. Salir a la calle es como entrar en una sauna. Me preocupa coger un resfriado, aunque llevo de todo para afrontarlo. Seamos optimistas. Visitamos templos magníficos bajo un sol que resulta abrasador y que nos obliga a usar, por primera vez para mi, un paraguas para justo lo contrario de para lo que fue diseñado. Por deformación profesional supongo, se me pasa por la cabeza que alguno de los turistas que nos rodea tenga un golpe de calor y se sincope (o que nos pase a uno de nosotros dos, claro). O peor, que alguno de los visitantes del templo en el que estamos sufra una parada cardiaca. Mi cabeza empieza a pensar a mil por hora: ¿quién nos atendería? La zona parece inhóspita y los recursos, en general, pobres. Si me toca a mí, estoy listo. Si le pasa a un turista, pues también: ni llevo el botiquín encima ni tengo nada dentro tan potente como para revertir una parada cardiaca. Solo me quedaría iniciar compresiones torácicas y rezar para que llegase una ambulancia medicalizada (si es que hay y llega) y que esté dotada de material, medicación y ocupantes competentes en cuestiones reanimadoras. Al final va a ser cierta esa máxima de Fredy Larsan de que "hasta para morir hay que tener suerte".
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Mientras admiro uno de los templos, agazapado en el paraguas y soportando chorretones de sudor, me doy cuenta que es mejor vivir en el desconocimiento médico, sobre todo cuando estás en la otra punta de tu casa. A nadie se le ocurre que le vaya a pasar nunca nada estando en las antípodas. La gente es feliz en la ignorancia médica, así como la de otras cuestiones de vital importancia en nuestro día a día, y que decidimos obviar para no sufrir.
Antes de dormir, nuevo vistazo a las Santas amígdalas de mi contraria, que no están peor. Mi diagnóstico se mantiene así como el paracetamol cada ocho horas. Yo me he tomado un omeprazol porque me molestaba un poco la tripa después del almuerzo (la tailandesa es una comida especiada y algo picante); ella otro, más por simpatía que por dispepsia. Siempre viajo con él, así como con la loperamida para la diarrea y metoclopramida para los vómitos. En estos países la higiene en la manipulación de alimentos es sospechosa de ausentarse a diario en restaurantes y puestos callejeros (y el agua del grifo mejor ni tocarla). En el caso de hecatombe intestinal, ya sea por arriba, o por abajo, es mejor estar preparado.
Día 3. Garganta mejor. No va a ser un impedimento para que tengamos un viaje plácido. Parece que hoy hace menos calor en la calle. Corrijo, es el mismo calor, pero notamos menos sensación térmica. Quiere decir que nos estamos aclimatando. Si bien la camiseta se empapa al instante nada mas salir del hotel, cada vez molesta un poco menos.
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Visitamos otros templos, ayer eran ruinas, hoy tocan los más recientes. Me esperaba más cantidad de turistas de los que hay. Mayoritariamente son asiáticos; muy pocos europeos y, a juzgar por la calma y las conversaciones en voz baja de todos ellos, no debe haber ningún español. Me fijo en los turistas orientales, que caminan entre pasillos y obras pictóricas con absoluta calma y devoción. Los occidentales tenemos tendencia a hacer chistes y burlas sobre ellos y, si te paras a pensar fríamente, nosotros somos más carne de cañón para chanzas que ellos, con la diferencia de que éstos últimos, los orientales, son tan educados que ni se plantean cualquier tipo de ocurrencia jocosa sobre nuestra existencia.
Es que son diferentes. Para empezar cumplen religiosamente las normas estipuladas. No se saltan las colas, no corren para llegar antes, no empujan para entrar primero. Tampoco se sientan donde no deben, ni dificultan los accesos para sacar una foto de grupo, como hace cualquier colectivo europeo de viaje en el extranjero. Me fijo en su fisonomía y reparo en que la mayoría están delgados o, al menos, es difícil encontrar alguno con obesidad. Y sin embargo comen y beben, como nosotros, pero lo hacen con moderación (y si se exceden, lo hacen un día, pero no todos). La diferencia radica en que son un pueblo comedido, y nosotros somos el estandarte del exceso, la fiesta y el moñeo. Ellos son tranquilos. Resulta admirable su capacidad de contemplar monumentos con calma. De repente, me doy cuenta de que creo que es la primera vez que mi Santa y yo estamos viendo monumentos acompañado un silencio absoluto. Se lo comento y me lo corrobora.
La paz se rompe con un grupo de opulentos seres, de carnes flácidas y barrigas descomunales, que rompe la magia del silencio reinante en la escalera de un templo. Y sí, como han adivinado, son compatriotas. Desean una foto de grupo y lo comunican a voces, convencidos de que como están en un país extranjero, a nadie le importa. España está a la cabeza de decibelios cuando se trata de turismo internacional.
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Viendo a unos y otros empiezo a pensar que el comportamiento y la manera de ser está muy asociada con la salud. Cuanto más comedido, más reflexivo y menos transgresor, y viceversa. Basta con ver la fisonomía de unos y de los otros. La manera de conducirse, de caminar, de hacerse notar de algunos países occidentales es reflejo de una sociedad como queda demostrado después de tanta observación.
Por la tarde vamos a un combate de Muai Thai. Iba con miedo de encontrarme con tibias rotas expuestas o narices con tabiques desviados sangrando a borbotones, pero nada más lejos de la realidad. Resulta ser un deporte interesante, con historia, bien reglado, con combatientes entrenados, nobles y correctos con el contrincante (cada combate finaliza con el saludo amistoso entre ambos luchadores). En uno de los enfrentamientos a tres asaltos, uno de los boxeadores sufre una herida inciso-contusa en la frente a causa de un golpe autorizado del rival. Vuelve a su esquina (estamos sentados en primera fila justo a un metro), y su preparador le aplica vaselina en el corte. Tiene dos efectos: uno, hemostático, y el otro que facilita que el guante o la extremidad que impacte en los próximos asaltos resbale y no haga más estragos. Es fascinante ver la liturgia que rodea a cada intervalo entre rounds, cómo los preparadores arengan al luchador con frases que no entendemos pero que comprendemos su significado. Me imagino que al acabar el combate habrá algún medico que le suture la herida al bravo luchador. No puedo evitar pensar en cómo se lo haría yo, qué sutura utilizaría y cuantos puntos aplicaría. Gajes del oficio.
Llegamos al hotel después de un día completo. Garganta está casi curada, así que suspendemos paracetamol en dosis fijas. Todo bien en ese aspecto, aunque una tormenta se avecina en mi mundo hipocondriaco profesional: he ido al baño y he tenido diarrea. No sé si será el agua contaminada (en realidad no he bebido agua que no estuviera embotellada, pero a lo mejor es algún hielo que se ha colado por ahí), o la comida tan condimentada con especias que mi organismo jamas imaginó nunca poder tener contacto alguno. No tengo fiebre, pero sí un peristaltismo doloroso (los llamados retortijones) si bien éstos no tienen una frecuencia que no se pueda soportar. Me temo lo peor.
Continuará...
El Confidencial