Georges Perec desde una zona de susurros

Sin un ápice de dramatismo, el protagonista de Un hombre que duerme –una figura apenas trazada, sin nombre, sin atributos que lo singularicen– decide retirarse del juego social; suspende el impulso de responder, de inscribirse en el flujo cotidiano, de afirmarse entre los otros. Nacida de un radical escepticismo ante toda coartada de sentido –ni una renuncia, ni un repliegue sentimental, tampoco una derrota íntima– Georges Perec (1936-82) ensaya en esta novela una forma activa de abstención.
El uso de la segunda persona del singular –ese “tú” que vertebra la narración– funciona aquí como lente disociativa. No interpela, sino más bien desdobla. El lector queda expuesto a una voz que lo implica y lo aparta a la vez; lo vuelve espectador y cómplice de una evaporación metódica. La identidad no se desvanece, pero se vuelve irrelevante. Perec escribe desde una zona de silencio donde ya no queda nada por decir, pero donde, sin embargo, algo sigue resonando. De ahí que no sea la altura metafísica ni el oropel alegórico lo que persigue, sino un trabajo concreto sobre los gestos mínimos, los movimientos imperceptibles, las rutinas que se sostienen incluso al borde de la desaparición.
Nada ocurre, o mejor: todo se reduce hacia lo casi inmóvil. Se camina sin rumbo, se mira sin deseo, se duerme sin fatiga. La ciudad, innombrada pero reconocible –París o su espectro–, deviene mapa sin clave, cartografía del desapego. Sus calles, sus vidrieras, sus cafés, son registrados con la precisión de quien ya no espera nada de ellos. El mundo no ha dejado de existir, pero ha perdido la capacidad de afectar. En lugar de embellecer esta indiferencia o convertirla en símbolo, Perec la examina, hace de ella una atmósfera, una textura, una forma de relación con lo real.
La prosa –sobria, hipnótica, de una cadencia casi líquida– explora cierta forma de exceso: listas, repeticiones, gestos redundantes. De esa acumulación surge una monotonía deliberada, orquestada con rigor. Y, aun así, algo vibra. No es el retorno del deseo, ni una redención por la vía de la palabra. Lo que irrumpe es una grieta, abierta por la insistencia misma del discurso. Pero ahí donde otros habrían buscado cierto énfasis o patetismo, Perec cultiva el matiz. Por eso se trata menos de una meditación de la soledad que de un estudio minucioso de su forma. ¿Qué significa habitar una vida sin propósito, sin proyecto, sin relato que la encauce?
Hay en Un hombre que duerme una herencia ineludible. Pueden oírse ecos de Camus o Beckett, pero resuena con mayor nitidez la consumada negatividad del Bartleby de Melville o la inercia existencial del Oblómov de Iván Goncharov. Sin embargo, el personaje de Perec no formula una resistencia irreductible; tampoco anida en el ensueño. Su suspensión dista de ser melancólica o enigmática: es metódica; y más, no ofrece ningún énfasis. En lugar de proponer una metáfora o un símbolo, extrema la literalidad del gesto: no decir, no intervenir. Y al llevar esa lógica hasta sus consecuencias mínimas, es disuelto por completo en la textura impersonal del mundo.
Perec no reniega de la posibilidad del sentido, pero evita imponerlo. Su gesto, más bien, es el de abrir un intervalo, un espacio de espera sin objeto, donde incluso la nada toma forma en “la ebriedad falaz de la vida suspendida”. El protagonista no se suicida, no enloquece, no se convierte en otro. Simplemente persiste. Y en esa duración, en esa negativa a reinsertarse en el flujo habitual del tiempo, se articula una suerte de política de lo menor: la posibilidad de no hacer, de no cumplir.
Escrita a los 26 años, entre Las cosas y su ingreso al Oulipo, la novela prescinde de la combinatoria, de las taxonomías y de las estructuras formales que más tarde marcaría la obra de Perec. Aquí no hay juegos ni artificios, sino una disciplina austera sobre la contemplación de la pura existencia. Sin progresión narrativa, sin conflicto ni revelación, Perec postula una ética que elude tanto el drama como la epifanía. Su apuesta es más bien otra: registrar lo que insiste cuando se deja el vector del deseo entre paréntesis. Así, no es la historia lo que importa, sino su ausencia: una escritura que acompaña el acontecer mínimo, el mero estar sin relato. El personaje no rinde cuentas; no hay secreto ni profundidad que descifrar. Y Perec logra sostener esa opacidad sin convertirla en misterio.
Un hombre que duerme no ofrece un argumento, sino un modo de atención; una manera de estar, aunque sea por un momento, al margen del mundanal ruido y de la imperiosa necesidad de avanzar. Perec no empuja a su criatura de regreso al mundo, ni le construye una justificación retrospectiva. Lo deja ahí donde está, en frágil equilibrio entre la vigilia y el desvanecimiento, la lucidez y la retirada. En ese gesto final, en esa quietud sin desenlace, se cifra algo más que una renuncia: una afirmación tenue, una forma de fidelidad secreta a lo inaparente, a lo que insiste incluso cuando todo relato ha cesado.
Un hombre que duerme, Georges Perec. Trad. Mercedes Cebrián. Impedimenta, 136 págs.
Clarin