Andrés Paredes y un viaje estético por la filosofía guaraní

"Cómo no voy a tener derecho a ser barroco, si nací en la Reducción Jesuítica de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, fundada en 1638, y la casa de mis padres se levantó sobre cimientos de ruinas jesuíticas?”, se presenta Andrés Paredes, nacido en 1979 en Apóstoles –como se abrevia hoy día–, provincia de Misiones. Efectivamente, Un puñado de tierra, exhibida en el Museo Sívori y curada por Sandra Juárez, no escatima en nada y abunda en todo: cientos de orquídeas, mariposas, cuarzos artificiales, bolsas de semillas, cesterías, y algunas sorpresas como caleidoscopios escondidos en las paredes.
El título de la muestra se inspira en un poema del paraguayo Hérib Campos Cervera, que el día de la inauguración fue recitado por el actor Arnaldo André, responsable del inolvidable “rojayjú” (te quiero) que susurraba a Marilina Ross en la telenovela Piel Naranja. Paredes es misionero y se siente hijo de una región de tierra roja que no reconoce fronteras políticas. Él mismo es nieto de abuelos paraguayos “que hablan guaraní entre sí, pero no a mi padre porque no estaba bien visto”, recuerda el artista.

Más allá de las evocaciones poéticas de la tierra, la muestra es una meditación sobre el recorrido terrestre, el paso por la Tierra de todos los seres. Se inicia con un largo friso de 20 metros hecho de tierra colorada, donde se dibuja un bestiario inspirado libremente en la cosmología guaranítica: un mainumby (picaflor) con alas y lengua de mariposa, dispuesto a llevar las almas de los difuntos al cielo; o un tapir alado que deja un rastro brillante en el monte celestial, que los guaraníes llaman Mboreví Rapé (Camino del Tapir) y nosotros, Vía Láctea.
Siguen los portentos: una mantarraya con rabo de mandrágora, un tucán con cola de serpiente que intenta levantar vuelo. “Me imagino a la sirena del río Uruguay, mitad mujer, mitad anguila –no la sirenita de Copenhague–; y a la sirena del río Paraná, mitad mujer, mitad dorado. El coatí es el animal más astuto de la selva, por eso lo dibujé posando como Yoda de La guerra de las galaxias, haciendo un mudra y con un cuerno en el tercer ojo”, explica Paredes.

También tuvo presente la primera ley del Kybalion (texto hermético del siglo XX que recoge la Tabla Esmeralda de los alquimistas): “Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para realizar el milagro de la Cosa Única”. “Las estrellas piensan que nosotros somos los fugaces. Ellas están hace quinientos millones de años y nosotros queremos llegar a los 80. Trabajé con una astrónoma y en este friso se replica cómo se ve el cielo en septiembre en Buenos Aires. Quise traer el cielo a la tierra”, aclara con entusiasmo.
La latencia de la vida en la tierra está presente en las “bombas de semillas”, o Nendo Dango, una técnica desarrollada en Japón por Masanobu Fukuoka. Consiste en esferas de arcilla con semillas y nutrientes que facilitan su germinación y las protegen de los animales hasta que puedan brotar, como método de reforestación y recuperación de áreas degradadas. Del techo cuelgan racimos gigantes de esas bolsas de semillas, combinadas con cestería de ysypó (una liana trepadora abundante en la selva misionera), con formas orgánicas como cabezas humanas, mandiocas y frutas varias.

Hay aromas de lavanda y yerba mate, un centenar de orquídeas multicolores, y todo el conjunto se denomina Tekoporã, que según el teórico paraguayo Ticio Escobar, es un “término compuesto por dos palabras: tekó, que significa ‘modo propio de ser’, cultura; y porã, que nombra simultáneamente la belleza y el bien. El tekoporã es el buen vivir colectivo, el vivir con belleza”.
Esta es la utopía que rescata Paredes: una naturaleza vigorosa, fecunda y bella para las generaciones futuras. Como conector entre esta instalación y la siguiente, se presenta una gigantesca obra de papel dorado calado: El oro de los sueños. “Tardé más de cuatro años en calar este papel. Está inspirado en los viajes que hacían los conquistadores por los ríos buscando El Dorado, la mítica ciudad de oro. Asimismo, es un paralelo del curso de la vida, que tiene meandros o bifurcaciones que nos obligan a elegir qué destino seguir”, explica el artista.

Y cómo no evocar los versos de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir (…) Allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, y llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos”. Sigue un momento de introspección profundo y oscuro en la instalación Materia vibrante, donde el espectador se sumerge en un remedo de cueva, como Jonás en el vientre de la ballena, como Cristo enterrado tres días en el sepulcro. De la pared surgen protuberancias que abrigan cuarzos sutilmente iluminados.
Paredes pregunta: “¿A qué edad uno se da cuenta de su propia fe? Aquí hablo de la espiritualidad de la piedra. Aunque no lo notemos o sepamos, sienten y tienen energía. No son cuarzos verdaderos, porque no estoy de acuerdo con el extractivismo, y no sería coherente con lo que estoy predicando. Es un cultivo de bórax, un material barato como la sal, que puede cristalizar como un cuarzo”.

El siguiente capítulo está compuesto por pinturas informalistas realizadas con la mano izquierda, sin el adiestramiento de la razón, con cemento, barro y materiales naturales de diferentes ciudades sudamericanas: Areguá, Oberá, Atacama y Cachoeira. Antes de llegar al último núcleo, hay otro conector: una gigantesca pintura delineando un San La Muerte, una devoción popular que Paredes recrea con un tocado guaraní de plumas, un reloj de arena en una mano y una vela que se apaga junto a una mariposa en la otra. Todos símbolos de vanitas, o fugacidad de la vida, que abundan y sobrecargan la última instalación: Volverse tierra.
Aquí hay mesas inspiradas en formas de hongos, con más de 350 mariposas disecadas, cráneos animales de barro, frascos de alquimistas, tacurúes (hormigueros cónicos), objetos mágicos y diversos. “La gente dice que las mariposas viven poco, pero en verdad viven lo que tienen que vivir. Cada uno tiene su tiempo. Mi padre, médico de pueblo, atendió un parto y la familia le agradeció con un caballo que hicieron para mí. Eligieron una yegua y un padrillo, y me regalaron ese potrillo, que llamaban ‘el caballo de Andrés’, pues yo nunca le puse nombre. Se murió sin nombre y eso me quedó pendiente. Años después hice un cráneo de caballo en cerámica y le puse nombre: se llamó Sombra. Nadie sabe cuándo llega su hora, por eso es necesario cultivar el jardín interior y saberse finito”, remata el artista.
- Un puñado de tierra - Andrés Paredes
- Lugar: Museo Sívori, Infanta Isabel 555
- Horario: lun. a dom. de 11 a 19
- Fecha: hasta el 30 de noviembre
- Entrada: $10.000 Miércoles gratis.
Clarin