Elogio del futbolista perezoso o cómo el juego postmoderno nos ha robado lo esencial
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En una de sus performances más aplaudidas, Luis Enrique se soltaba ante la cámara y reconocía su fastidio ante un jugador tan libre como Mbappé. "Creo que voy a mejorar el juego al siguiente año. Sin ninguna duda. Porque el hecho de tener a un jugador moviéndose por donde él quería, implica que hay situaciones que yo no controlo. El año que viene las voy a controlar todas (pausa dramática). Todas sin excepción".
Ese es el retrato de un controlador maniático, de un entrenador que desea que su rostro esté en cada gesto de sus jugadores. Alguien antipático, autoritario, que impone su idea dogmática del juego sobre la libertad creativa de los futbolistas. Esa era la estampa con la que, en los años 90, los menotistas vituperaban a gente como Arrigo Sachi, Marcello Lippi o Fabio Capello. Muy diferentes entre sí, pero con la misma obsesión de controlar todo lo que pasara en el partido. Una dicotomía moral que causó honda impresión en la prensa española y que se tomó como casi como una causa política. Aquel fútbol de derechas -defensivo, autoritario y rácano- contra fútbol de izquierdas, donde el orden surgía de la misma creatividad del futbolista y que tuvo su máxima expresión en el Brasil de 1970. Todo ha evolucionado tanto que ahora esa falsa dicotomía se ha dado por completo la vuelta. Luis Enrique está de parte de los buenos.
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Fue Van Gaal el primero que orientó un fútbol-control posicional y metalúrgico hacia el ataque como fin supremo. Y tuvo graves problemas con dos genios sudamericanos abanderados de la libertad y la desidia a partes iguales: Rivaldo y Riquelme. En los dos latía aquello que no se puede definir en vectores de posición ni precisar hasta el final en el lenguaje. En Riquelme había un talento fuera del juego, ya que él mismo era el centro del todo. Un chico tímido que solo se sabía expresar con el balón en los pies. Era aquello que buscaba Menotti pero, quizás, 20 años más tarde y en el continente equivocado. La libertad pura de asociación que por sí sola armoniza un conjunto. Y con una posibilidad disruptiva que estaba siempre presente. Riquelme, cuando quería, paraba el campo, silenciaba el juego, hacía un caño que volvía del revés el estado emocional del partido, individualizando al máximo la experiencia del fútbol que ya no era un 11 contra 11, sino el chico que lucía sus medias verónicas ante el aplauso de los suyos y la rabia del oponente.
Era todo lo que odiaba Van Gaal. El neerlandés apostaba por el fútbol colectivo, sin jerarquías, que se desarrollase en un cauce fluido donde el regate o la finta era siempre un medio para un fin. Van Gaal apreciaba el gesto artístico si abría la puerta final del gol, si no, le parecía cosa del ego herido tan propio de los pueblos del sur, algo que convertía el encuentro en una cacofonía donde solo el narciso tenía voz.
Riquelme perdió la batalla contra el neerlandés y se exilió en el Villarreal. Allí fue el capitán de un barquito de recreo al que llevó a semifinales de Champions. Demostró que su fútbol era más práctico de lo que algunos pensaban, pero en Argentina quedó siempre esa espina clavada. La de una Europa en exceso utilitarista que solo entiende el talento como pespunte práctico y no como una expresión cuasi mística del alma popular.
Van Gaal era antipático, se le dibujaba con una pared en la cara y un cardo por corazón. Por eso, no ganó la batalla del sistema contra el hombre
Rivaldo era un jugador más moderno, pero no lo suficiente. Disparo terrorífico, conducción sincopada, recorte y gol. Pero cuando el juego llegaba a él, él modificaba el cauce del juego hasta dar con el suyo propio. No entraba en las rutinas de los demás. Era la estrella y así se comportaba. Ni presionaba ni corría demasiado, algo que todavía se podía hacer en aquella época, pero no con Van Gaal. Con Van Gaal todos corrían, todos presionaban. Con Van Gaal la pelota no era de nadie, era un préstamo, una abstracción y eso Rivaldo no quería entenderlo.
Van Gaal no se tropezó con Ronaldo Nazario y es una pena, porque hubiera sido una colisión apocalíptica. Pero el neerlandés era antipático, se le dibujaba con una pared en la cara y un cardo por corazón y, por eso, no acabó de ganar la batalla del sistema contra el hombre. Eso vendría una década después. Con Guardiola, con Klopp y, ahora, con Luis Enrique.
Eran los cuartos de final de la Champions. Partido de vuelta. Manchester United 4 – 3 Real Madrid. Ganaron los ingleses, pero pasaron los españoles. Todo el mundo recuerda ese partido por la actuación de Ronaldo. Marcó los tres goles del Madrid. Se movió lo justo, pero cada paso suyo hacía crujir la estructura del United. Cuando se fue del campo, el público inglés le ovacionó emocionado. Habían visto a uno de los grandes en acción. El Manchester no pasó la eliminatoria pero todos se fueron felices a casa. En las estadísticas del partido había un solo jugador que había corrido menos de 5 kilómetros: Ronaldo. Menos aún que los porteros. Lo nunca visto.
Nadie se lo reprochó. Nadie insinuó que era un electrón libre, que no presionaba, que no defendía, que se movía con la misma intuición y economía de movimientos que los depredadores en la selva. Era Ronaldo, los niños lo querían, los adultos lo envidiaban, parecía el dueño de un secreto que iba más allá del deporte. Porque eso era el fútbol de antes, algo que no era exactamente un deporte. Un trozo de vida encapsulado en 90 minutos a tiempo corrido con unas reglas fijas y una enorme libertad interna dentro de esos márgenes.
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Todos los niños sabían eso y el fútbol era el sitio donde se expresaban. Ronaldo Nazario es la fascinación. El porqué nos fascina este deporte está contenido en sus carreras brutales, en sus regates inverosímiles, en su alegría burlona cuando abre los brazos para festejar el gol. Velocidad y parada, pausa y engaño, brutalidad y piedad. El encanto del artista y la sonrisa del ganador. Ronaldo se pasaba la mayoría del tiempo sin hacer nada. Eso lo hemos visto en los documentales. Nada más bello que un depredador acechando. Vigilan muy quietos con un aire de falsa despreocupación.
Aunque los goles de Ronaldo fueran para el equipo, el verdadero artista siempre juega para sí mismo. El barroco de Zidane o la caída de ojos de Özil. El turco jugaba ante el espejo y, a ratos, lo atravesaba. Es cierto que el Bernabéu solo aplaude la clase si sirve para un fin, el de la victoria, pero con estos dos jugadores hizo una excepción. Se hacía el silencio en el estadio y sobre ese manto de nieve, ejecutaban su danza. Y eso quedaba en la memoria. Esa memoria construye una parte de nosotros mismos que linda con la realidad sin caer del todo en ella. Una iluminación que ha desaparecido del fútbol tecnificado, comunitario y presionante que aplauden los analistas.
Un fútbol que ya es diferenteLos analistas son una suerte de sacerdocio postmoderno para los que las virtudes morales sobresalen sobre el placer del juego. "Luis Enrique (o Guardiola o Klopp) han salvado el fútbol", "el juego debe ser colectivo", "todos corren, todos presionan". Ven cualidades morales en una basculación o en que un jugador sin magia como Dembélé corra como el que más para dar ejemplo. Es un fútbol, sin duda, ejemplar. Y por eso, repugnante. Maradona hubiera sido expulsado de esta época sin miramientos.
Por supuesto, todo esto se aplaude porque no sucede en el Madrid. Cuando Mourinho puso a todos a trabajar y quitó los privilegios a Casillas, el mundo dejó de respirar y el maestro Del Bosque dijo aquello de que "a veces, la igualdad es la peor de las injusticias". En realidad, un equipo de fútbol es un ecosistema complejo en el que hay jerarquías, espacios de poder y otros de igualdad. Cuando eso no es así, es porque el entrenador es el rey-sol. Todos aplastados bajo sus órdenes. Una monarquía absoluta en el que el rey tiene una condición divina y así se desenvuelve. Ese pesado manto, también es moral. Oímos por todos lados las enseñanzas de los grandes profetas como si fueran palabra sagrada. Pep, Luisen o Klopp.
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La parte positiva sería esa igualdad del futbolista en el esfuerzo. La negativa, la amputación de la personalidad del jugador, que está inserto en un mecanismo automático sin posibilidad de ser quien es, como un soldado en una batalla moderna. No hay héroes, no hay villanos, ni jugadores vagos pero geniales, ni malvados de opereta, ni aquellos que en el transcurso del partido revelan su angustia, se hacen cargo de ella y rompen repentinamente en héroes, porque eso justo es un héroe: el que supera sus miedos y vence con ellos en la boca.
No hay nada de eso. La única personalidad que se dibuja sobre el césped es la del entrenador. O lo que es peor. La de su grupo de ayudantes. Funesto espectáculo vivo en apariencia, pero muerto de la manera en que ya la muerte se va haciendo cargo de la realidad. Es la doma absoluta del hombre en pos del ideal comunitario, aplastado bajo un dios que es el sistema y regado de tanto dinero que ya no es posible llevarlo en una contabilidad.
El Confidencial