Otelo: el triunfo del mal

Regresa el mismo montaje que inauguró la temporada en 2016; la reseña de este periódico, fechada el 16 de septiembre, comentaba la ambientación "en un lugar desolado y medio derruido, una áspera evocación bélica que si cumple en el arranque con efectismo, enseguida se empantana en una insistencia en lo lóbrego, agrio y feo".
Casi una década después, la puesta en escena operística no solo se ha entregado al altar de la sordidez, sino que ha perdido el respeto a la obra representada, convertida en tierra de nadie o campo de pruebas para el capricho, la improvisación y la desidia de teatreros a quienes parece que les cuesta aceptar lo que la ópera propone, sin molestarse en averiguarlo. Un panorama aún no del todo general.
El montaje de David Alden, hoy, resulta menos agresivo que entonces porque revela el desconcierto que esta magna obra produce. Se trata nada menos que del conflicto básico y eterno con que lleva la humanidad forcejeando desde que el homínido adquirió su condición de tal. El combate, pugna, enfrentamiento, guerra o batalla entre la fuerza que siempre estuvo muy clara, lo que se llamó el Mal, frente a la aspiración, esperanza, búsqueda, ilusión, el anhelo con un nombre hermoso e inquietante, el Bien.
El momento actual es un múltiple y variado ejemplo, sin necesidad de ponerse demasiado estupendo, del triunfo del Mal, con la consecuencia perversa de obligar al ciudadano a elegir entre un mal y otro, pues el ciudadano, como el pobre Otelo y la desventurada Desdemona, no tienen la fortaleza de carácter ni la inteligencia para detestar cualquier mal.
Jago es el horripilante por antonomasia, el piojo del último piojo, como Bertolt Brecht llamaba a Adolf Hitler. Un diablo bien pertrechado, pues cuenta con una alta inteligencia espoleada por un nihilismo de amplio espectro que él mismo se ocupa de resumir en una aterradora declaración cuya crudeza tal vez no se habría permitido el propio Mefistófeles, demonio un poco mejor educado.
Él es el personaje mejor definido en la contundencia de su horror absoluto; Otelo puede aparecer demasiado simple, y Desdemona una mujercita poco sagaz que se empeña en recomendar a su marido a alguien de quien su marido no quiere oír hablar. Los intérpretes disponen de un margen de maniobra para subrayar uno u otro aspecto de sus personajes.
En esta ocasión no han sido bien tratados por la dirección de escena, que no se ha molestado en diseñar con detalle los enfrentamientos entre ellos, aparte de vestirlos con el único criterio de la vulgaridad y el desaliño. Deben componer y cantar su personaje según su propio criterio y en función de sus propias pericias como cantantes y actores.
El Otelo de Brian Jagde es el agujero negro de la función; apurado de voz aparece como un señorín sin dignidad y no hay modo de creerse su empaque y, mucho menos, su dolor lacerante (otros dos tenores actúan en el papel). El Iago de Gabriele Viviani está mejor cantado, pero es un pérfido desanimado y, se diría, aburrido.

Es la Desdemona de Asmik Grigorian quien, con la dirección orquestal de Nicola Luisotti, consiguen una digna versión de la gran obra.
El último acto, con la soprano como dueña del universo es un prodigio que aterrorizó de placer un público incapaz de aplaudir ante tanta belleza.
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