Odio el verano... en el camping

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Odio el verano... en el camping

Odio el verano... en el camping

De todas las experiencias vitales que debieron haber sido lúdicas y resultaron ser un infierno, esta se lleva la palma. Una sola vez me bastó hacer camping para darme cuenta de que aquello debía ser el lugar donde, según Woody Allen, descansaría eternamente el creador del metacrilato. Espero que la asociación nacional de los campings, si es que existe algo así, no se ofenda, pero que tampoco intente compensar mi trauma con un bono, por favor.

Tenía dieciséis años cuando pisé el primero, y el último. Cuatro amigos y yo condujimos hacia una playa granaína con la idea de hacer algo distinto y de dormir los cuatro en una misma tienda de campaña. Os prometo que fui ilusionado, aunque salí escaldado.

“Lo primero que me echó para atrás fue ver que todo el recinto estaba prácticamente ocupado por hippies”

Lo primero que me echó para atrás fue ver que todo el recinto estaba prácticamente ocupado por hippies. De todas las tribus urbanas, los hippies son los que más rechazo me provocan: rastas, ropas que contienen todos los colores del mundo sin ningún orden, incluidos el rojo y el rosa; palabras en sánscrito, en hindú y en idiomas que no saben hablar; libros de Bucay, Coelho y el Bhagavad Hita; saludos con namasté, ukeleles, alguna darbuka, un porrito en la oreja, tatuajes de henna y la actitud de «ven, acércate, que te voy a iluminar con cuatro frases y vamos a cambiar el mundo»; Chambao de fondo o Bob Marley, hummus casero y muchos botes de cosas que no se venden en la farmacia pero que, según ellos, te curarán todos los males. Y sandalias. Si no van descalzos, van en sandalias de cuero, y las odio. Por no gustarme, no me gustan ni los calcetines cortos. Por eso en verano parezco el Coronel Tapioca, con mis pantalones cortos y mis zapatos con calcetines altos, o el protagonista de Moonrise Kingdom. Deberían prohibir las chanclas y decir namasté en el territorio español. Y también ponerse una camiseta corta encima de una larga como Macaco. Nos iría mejor.

Nada más aparcar, fuimos conducidos por una mujer con el pelo lleno de cosas y un vestido con elefantes hasta el perímetro donde teníamos permiso para acampar: cuatro metros cuadrados de tierra dura cubierta de albero, a un kilómetro de cualquier playa, rodeados de parcelas similares donde familias enteras parecían pasárselo muy bien. «No dejéis basura cuando os marchéis. Hacedlo por el planeta», nos dijo la flower power. Mi cara se enrojeció de vergüenza ajena y no supe adónde mirar. «Por lo menos no ha dicho namasté», me consolé.

Mi ilusión al principio era muy notoria, tanto que, pese a tener tendencia a hiperventilar, me ofrecí voluntario para inflar el colchón en el que dormiríamos los cuatro amigos. Después, montamos la tienda y fuimos a comer a la playa, y cantamos y bailamos y reímos. Hasta que llegó la hora de dormir y todos durmieron menos yo.

Mosquitos, la luz de las farolas del camping que no duermen, los ronquidos de varios amigos, un margen de un centímetro para respirar entre sus cuerpos sudados; un colchón desinflándose que parecía de agua, sobre el que, si cambiabas de posición, se movían tus compañeros en un sueño profundo y te aplastaban y contagiaban un calor tremendo… Dos horas con los ojos como platos. Recuerdo que aquella noche salí de la tienda y observé a mi alrededor. Todo el mundo dormía plácidamente. Nadie tenía problemas de sueño. Los odié mucho.

Eché sobre el suelo una manta del Ejército que me dio mi padre, más áspera que el papel lija, y me tumbé fuera de la tienda. Mi cuerpo casi desnudo reaccionó al pelillo de la manta y me rascaba a cuatro manos. Improvisé una almohada con una camiseta hecha un lío y, sin tapones ni antifaz ni Lorazepam, mi pack incondicional, cerré los ojos y busqué el sueño. Parecía que empezaba a llegarme, cuando oí unos pasos que atravesaban el pasillo de tierra que unía los solares vecinos, y una voz que me daba los buenos días. Al rato, otra persona hizo lo mismo. Y otra y otra… Todos los madrugadores habían decidido darme los buenos días. Intenté convertir los saludos en ruido blanco, hasta que uno, os lo prometo, me dijo namasté.

¡Desistí y decidí que ya dormiría al día siguiente! Me levanté y me fui a las duchas: compartidas, claro, pues el nudismo es casi obligado en esos lares. Allí había un señor mayor que parecía llevar una hora enjabonándose. Deduje que quería verme la pilila. Estas situaciones suelen pasar. El cruising es más viejo que los cámpings. Y pensé: que mire y disfrute el hombre, ¡que, si no, va a gastar toda el agua caliente! Soy una persona muy caritativa. Al salir, pregunté por los aseos. Un hombre me llevó a ellos y me explicó que no eran aseos al uso, sino «aseos secos», que son más orgánicos y naturales que los occidentales. «¡Así cuidamos del planeta!», me dijo. Otro pesado con el planeta. Me fui al baño a un bar.

Recuerdo que esa noche tenía que enseñarles las constelaciones a mis amigos, que seguían durmiendo felizmente. Marché a la cafetería a preparar la guía celeste. Fui de los primeros en llegar. Y una bofetada de especias me dio de lleno. Pregunté por la comida y una chica me dijo que era india. Pregunté si era un restaurante indo, y me responde que no, pero que era comida que habían bendecido ante Krishna. Entonces le pregunté que si, por casualidad, Krishna no había bendecido aquella mañana una media luna de La Bella Easo. No pilló la ironía y me dijo que eso no lo sabía. Cambié de tema y le dije que padecía insomnio, que me pusiera un café bien cargado, cuando me aseguró que tenía la solución a mi mal dormir. Lo dijo tan convencida que me puse bien feliz. Me dio un bote y me dijo: tómate siete gotas a la noche. Son flores de Bach. ¡Al fin un lenguaje común! ¡Unas gotas patrocinadas por Johann Sebastian Bach! Por la noche, escucharé las suites y me tomaré el bote entero, pensé.

Y a la noche, tras luchar contra un día lleno de cansancio en el que fuimos a visitar un mercadillo solidario que iba a enviar el dinero recaudado a unos gatos apadrinados en Bután —que a saber si existían—, volvimos a la parcela infernal y enseñé a mis amigos las constelaciones.

—¿Sabéis que se ve desde cualquiera de esas constelaciones?

—¿Qué?

—El planeta, hermanos… El planeta.

Y me quedé dormido.

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