Cannes atraviesa su ecuador entre tiburones, memorias del sida y desatados dramas femeninos

A la salida de la proyección en Cannes de la brillante película brasileña O agente secreto, una de las sorpresas del concurso oficial junto a la alemana Sound of Silence y la española Sirât, repartían unos tiburoncitos de juguete que volaron en segundos. El thriller político de Kleber Mendonça Filho transcurre a mediados de los setenta, cuando el personaje principal llega a Recife para encontrarse con su hijo y descubre que el niño solo tiene una obsesión: ver Tiburón. El crío dibuja sin parar tiburones mientras la policía lidia con el hallazgo de una pierna en el sistema digestivo de un escualo real. Los tiburones, auténticos e imaginarios, y su sangriento instinto, conforman una subtrama que evoca un tiempo perdido, el de la infancia y el cine, el del terror animal y sus fantasías.
Los tiburones tienen ese poder, y este año, en el que se cumple medio siglo de la obra de Steven Spielberg que marcó tantas infancias, su eco se extiende a Dangerous Animals, película australiana dirigida por Sean Byrne y escrita por Nick Lepard programada en la Quincena de cineastas sobre un asesino en serie que filma a sus víctimas mientras las devoran los tiburones. La película sucede en un barco y es escalofriante porque nos enfrenta a esa obsesión voyeur de las extremidades amputadas que nació con aquella película de Spielberg.

Volviendo al concurso oficial, la película de Mendonça Filho también está conectada con otro thriller político bastante menos logrado que el suyo, Eagles of the Republic, del sueco de origen egipcio Tarik Saleh, que al menos sí tiene los mejores créditos de esta edición, hechos con carteles de viejos noirs del cine egipcio. La película habla de un famoso actor —“el faraón de la pantalla”, interpretado por el libanés Fares Fares— que acepta ser una marioneta de la dictadura.
Pero si hay una interpretación masculina destacable en las últimas horas del concurso es la de Tahar Rahim en Alpha, la nueva película de la directora de Titane, Julia Ducournau. Alpha evoca la epidemia del sida con elementos sobrenaturales desde la mirada de una adolescente marcada por la adicción a la heroína de su tío (Rahim). El filme —no apto para los que no pueden soportar las agujas— arranca con un plano que nace de las heridas de un brazo acribillado a pinchazos. La película es fallida, desagradable y estridente, sin llegar a la emoción de Titane. Si remonta en su tramo final es por la entrega del actor, cómo se expresa el dolor y desgarro familiar desde su espectro de yonqui.
El sida y sus fantasmas están muy presentes en esta edición de Cannes. Lo veremos en la película de Carla Simón, que se proyectará el miércoles, sobre sus padres biológicos, y se ha visto en la chilena La misteriosa mirada del flamenco, ópera prima de Diego Céspedes proyectada en la sección Una cierta mirada. La película de Céspedes, un drama queer con ecos de wéstern, también se cuenta desde la mirada de una adolescente. Ocurre en los años ochenta en el norte de Chile, en las minas del desierto de Atacama, donde la sombra del sida amenaza la vida de una taberna regentada por travestis, una de ellas, La Flamenco, canta a Rocío Jurado.
La muerte y el duelo son los temas de la emocionante Renoir, en la sección oficial a concurso. Es la historia de una cría de la misma edad que la niña Alpha que lidia también con la pérdida, en este caso de su padre. La directora japonesa Chie Hayakawa hace un cine en las antípodas de Ducournau y en su trabajo de memoria, muy sutil pese al sufrimiento que encierra, te agarra con su infinita tristeza. Ante la inminente pérdida de su padre, la adolescente de la película de Hayakawa busca la manera de comprender lo que le está ocurriendo, a veces a través del deseo y otras, de los objetos que ella convierte en parte de su ritual de despedida.

Otras dos películas francesas a concurso son Dossier 137, de Dominik Moll, y La petit derniér, de Hafsia Herzi. Ambas están bien. Si la primera reproduce con alma quirúrgica una investigación policial contra un grupo de agentes sospechosos de golpear en la cabeza a un joven en una manifestación de los chalecos amarillos, la otra habla del dilema de una joven lesbiana musulmana ante su familia y la religión. Las dos cuentan con buenas interpretaciones, pero sobre todo destaca la de la gran actriz francesa Léa Drucker en Dossier 137 y la fabulosa presencia en el mismo título de Guslagie Malanda (Saint Omer). Tiene un papel secundario, pero deja huella en toda la película.
Otro trabajo que no acaba de ser convincente es el de la esperada nueva película de la británica Lynne Ramsay, directora de Tenemos que hablar de Kevin y En realidad, nunca estuviste aquí, que fue su último trabajo, estrenado hace ocho años. Die My Love, basada en la novela Mátate, amor, de la argentina Ariana Harwicz, está al servicio de su actriz protagonista y coproductora, la estadounidense Jennifer Lawrence, que se desata en este drama desaforado sobre una mujer joven atrapada en su insatisfacción sexual y su depresión post parto.
En Die My Love hay exceso metafórico (la hoguera interna del personaje en forma de bosque calcinado, el deseo de un vecino macizo que ruge desde su moto) y lagunas en su relación de pareja con Robert Pattinson (suya es la opción de vivir en el campo, de tener un perro...). Y francamente, el intento de equiparar su interpretación, que tiene momentos deslumbrantes y puede ganar premios, al de Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia no cuela.

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